Para dar una solución, lo primero es hacer un buen diagnóstico. Hay demasiada gente intentando sanar lo aparente, andando por las ramas, y pocas veces buscando raíces.
Mucho se ha escrito sobre
los problemas de conductas en la infancia y, sobre todo, en la adolescencia. Se
ofrecen miles de programas para corregirlos. Existen centros específicos para
combatirlos. Son demasiadas las consultas psicológicas que dan soluciones a estos
comportamientos que nos ponen al límite. Pero, a veces, el problema no es lo
que salta a la vista, no siempre las cosas son lo que parecen. A veces, lo
tratable no es la conducta observable. A veces, las causas que lo producen, lo
esencial, se esconden en lo más profundo de nuestra alma. A veces, el problema
es el miedo.
Nuestra alumna se pone
arisca cuando nos acercamos a ella. Pensamos que no debe rechazarnos porque queremos
ayudarla en una actividad que se le resiste. Pero nos hace un desaire. Creemos
que no nos merecemos tal reproche y nos enfadamos. Quizás no sea un tema de
conducta. Quizás, alguna vez se le acercó a ella un hombre con otras
intenciones. Quizás lo que siente es miedo. En mi caso, fui prudente y esperé a
descubrir la causa de su sufrimiento y, poco a poco, fue tomando confianza y
aflorando sus sentimientos agazapados en lo más profundo de su alma: el miedo.
Nuestro hijo nos grita
porque no conducimos adecuadamente cuando lo llevamos en coche. Parece una
conducta de mala educación y que nos falta al respeto. Pero puede que esté sintiendo
miedo en la carretera, porque tuvo un accidente o un susto en un vehículo hace
años, y no sabe gestionar la emoción que le produce la velocidad, y por eso
responda de mala manera. Es necesario indagar más allá de los comportamientos. Porque
puede que su desaire se deba al miedo.
Puede que nuestra hija
adolescente nos diga con exabruptos que no tiene nada que ponerse. Ya sé que le
dimos la posibilidad de comprarse ropa en su momento. Pero nos grita y hace que
nos sintamos mal. Y es que la educamos lo mejor que supimos, y no hay derecho...
Pero, quizás no tenga mala educación al hablarnos así, aunque no debiera, sino
que está aterrorizada por no ser aceptada entre sus iguales en una etapa
adolescente en donde se pone en juego su identidad cambiante. Quizás no sea
mala conducta sino miedo a no ser aceptada, a no ser nadie, al fracaso, a la
muerte en vida.
He visto, algunas veces, a
niñas y niños que no hablan o que no miran lo suficiente. Los han tratado
especialistas varios sin ningún resultado que solucione sus desvaríos. Pero he
descubierto que el problema no estaba en su boca, ni en su vista, ni en su
comportamiento. La herida era más profunda. Anidaba en lo más íntimo de su
mente. Creo que era miedo. Pues eso, que, a veces, no es la conducta sino el
miedo, siempre agazapado bajo la apariencia de desconexión o de ira.
Ya lo dijo Jorge Bucay en
el cuento “La tristeza y la furia”. Cuenta que ambas fueron a nadar a la playa
y dejaron su ropa en la orilla. Salió del agua, primero, la furia, siempre tan
ansiosa, y cogió sin querer, sin pensar, la ropa que encontró, que era de la
tristeza. Cuando la tristeza salió del agua se vistió con la ropa que quedaba,
que era de la furia. Así que si veis por ahí gente con mucha rabia pensad que,
quizás, sea la tristeza vestida con la ropa inadecuada. Eso nos cuenta el
cuento; quizás, eso nos pase en la vida. Llevamos ropa que nos protege, pero lo
importante nunca está en la apariencia. Hay que indagar en lo más profundo del
alma.
Y es que, cuando nos invade el miedo, nos ponemos tristes, o nos sale la furia, o nos volvemos irascibles, o nos metemos para dentro. Por eso hay que diagnosticar descartando lo visible y escudriñando en lo profundo. Porque, muchas veces, lo que hay en el alma es miedo.
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