6 de abril de 2014

Educar en la frontera

Quizás, la etapa más importante de la vida, para el desarrollo de la identidad, la inteligencia, el lenguaje, las relaciones sociales, la moral y la ética, sea la más infravalorada, la menos conocida, la más desconsiderada.
Efectivamente, la primera infancia es la etapa más determinante de nuestra existencia. Por tanto, no es baladí la educación que generamos en estos primeros años de nuestras vidas.
Podemos crear cerebros simples en nuestros chicos y chicas. Para ello sólo tenemos que transmitir verdades absolutas, obligar a asumirlas, premiar su obediencia y castigar la rebeldía. Por el contrario, podemos crear seres complejos, generando autonomía, desarrollando pensamiento, creando situaciones problemáticas, obligando a resolver los conflictos y alentando la duda permanente. Eso sí, siempre necesitamos de estabilidad emocional para soportar la incertidumbre que el desafío de pensar nos genera y nos pone en entredicho.
Por tanto, lo primero es dar seguridad, después, crear incertidumbres. Ese es el camino del crecimiento personal que posibilita el deseo de aprender.
Ya se sabe que nacen mariposas impedidas si las ayudamos a salir del capullo. Ya sabemos que el esfuerzo por salir de tan difícil habitáculo genera la capacidad de volar.
Voy a utilizar un concepto algo difuso para delimitar el estrecho espacio en el que transita la educación: la frontera. Justo en ese límite impreciso es donde diariamente nos movemos los educadores. Continuamente estamos negociando dónde están los límites, siempre difusos. Los niños y niñas que están dentro del redil no son libres, están sometidos. Los que están fuera están locos. En educación, debemos movernos en esa frontera que invita a la incertidumbre de pensar en cada momento si hacer algo o no, si cumplir una norma o rebelarse, en un equilibrio constante que requiere de un esfuerzo emocional y mental permanente.
Es la negociación en la frontera la que educa: cómo aceptar la trasgresión, cómo gestionar los conflictos, cómo enriquecerse con la diversidad, cómo casar el deseo con el deber, cómo gestionar los desajustes emocionales, cómo conciliar lo que siento, lo que pienso y lo que hago.
 Alcanzamos la madurez cuando relativizamos nuestros propios pensamientos, cuando somos conscientes de que la realidad no coincide con nuestros sentimientos, cuando confrontamos nuestras ideas con el otro, para ponerlas en entredicho, para relativizar nuestra verdad egocéntrica.
Porque lo que nos hace humano es, posiblemente, pasear por ese estrecho camino de la incertidumbre, el conflicto y la duda permanente.
Acabemos, de una vez por todas, con las verdades absolutas, con el estímulo-respuesta, con el pensamiento simplista y con los trasnochados nacionalismos mentales. Seamos, pues, educadores fronterizos.


Cristóbal Gómez Mayorga

Dudando de forma permanente.