EL PODER SIMBÓLICO DEL NOMBRE PROPIO EN EL INFANCIA
Cristóbal
Gómez Mayorga y María José Benítez Suarez
El nombre es
la primera palabra que nos otorga identidad y nos vincula con el mundo, a
menudo, desde antes de nacer. Cuando nombramos a una niña o a un niño con
cariño y respeto, reforzamos su autoestima y su sentido de pertenencia. Cada
vez que lo llamamos, le decimos: “Te veo, existes, eres importante.” Nombrar es
tocar el corazón de quien es nombrado para darle vida.
Elegir el nombre de un bebé es una de las decisiones más
dulces y trascendentes que puede vivir una familia. Detrás de ese gesto
—aparentemente sencillo— se esconden deseos, memorias y raíces emocionales. El
nombre será la primera palabra que identificará a ese nuevo ser, su modo de
presentarse al mundo y de reconocerse. A veces elegimos un nombre porque
pertenece a alguien que amamos, porque admiramos a un personaje o porque
simplemente nos suena bien. Pero detenerse a pensar el porqué de ese apelativo
nos conecta con algo más profundo: ¿Qué historia lleva este nombre? ¿Qué deseo
o energía quiero que acompañe a mi hijo cuando lo pronuncie?
Cuando el nombre honra a un familiar o a alguien querido, puede
sentirse como una forma de protección y continuidad. Pero es importante que ese
homenaje no se convierta en una carga. Nombrar debe permitir existir en
libertad. Conozco a padres que rompieron con la tradición del pueblo de
llamar a su hija con el nombre de sus antepasados. Como consecuencia, la niña
nunca fue querida por los abuelos, quienes solían olvidar su nombre y su
onomástica (El inconsciente actuando). A veces, en casa no se les llama
por el nombre, sino con diminutivos como “nene”, “hijo” o “titi”. Pero el
nombre es parte de su identidad y pronunciarlo con respeto es reconocer su
existencia.
Cada nombre tiene su propia
música. Desde los primeros meses, los bebés reaccionan al sonido de su nombre,
y alrededor de los tres años lo reconocen como parte central de su identidad.
Cuando mamá, papá o la “seño” lo pronuncian con ternura, el niño siente que es
visto, que es reconocido, que existe, que es amado. El tono, la cadencia y
el cariño con que se dice el nombre es un mensaje que queda grabado
emocionalmente. Cada “Gabriel, qué bien lo hiciste”, cada “Juan, te estaba
esperando” se convierte en una semilla de autoestima y seguridad.
El camarero del lugar donde suelo ir a comer los fines de semanas
le ha puesto a su hijo Lamín. Por el futbolista Lamine Yamal. Algunos
niños reciben el nombre de Daniel inspirado en la película “Daniel el
travieso”. Y hay chicas que llevan nombres de novelas de éxito televisivo. La
cultura imperante compite, y muchas veces gana a la cultura popular en esta era
digital. En esa batalla simbólica, el nombre sigue siendo una herramienta
poderosa para construir identidad, afecto y comunidad. Debemos tenerlo en
cuenta.
Por otro lado, usar el nombre en los momentos cotidianos —al
saludar, al jugar, al pedir algo con amabilidad— refuerza el vínculo emocional.
Si solo lo escuchan cuando se les corrige (“¡Juan, no!”, “¡Gabriel, deja
eso!”), pueden asociarlo con tensión o culpa. En cambio, cuando el nombre suena
en momentos de afecto, se transforma en una caricia sonora que da confianza. Nombrar
con respeto es reconocer: “te veo, te escucho, sé quién
eres”. Escuchar el nombre con un tono amable y constante fortalece
la seguridad emocional. Evitemos que solo lo escuchen en momentos de
corrección. El nombre debe sonar sobre todo en el juego, en el afecto y en la
alegría. Porque el nombre ayuda a construir autoestima y
confianza. Las expectativas que depositamos en nuestros hijos y en
sus nombres marcan más de lo que creemos.
Cómo
trabajar en el aula la identidad a partir del nombre.
Construir la
identidad del alumnado en el aula comienza por reconocer lo más esencial: el
nombre propio. Nombrar es permitir que existan. Por eso, una propuesta
sencilla, pero poderosa, es comenzar el curso con una nota a las familias en la
que se les pida el nombre del niño o la niña y el motivo por el que lo
eligieron. Esa historia compartida en la asamblea de clase, se convierte
en un acto de reconocimiento, memoria y pertenencia.
Después, invitamos
a las familias a decorar en media cartulina la inicial del nombre de su hijo o
hija. Así, la clase se llena de letras significativas. La M de María, la P de
Pedro, la A de Alejandra… Letras que llegan cargadas de afecto y que hacen que
aprenderlas sea más fácil y emocionante. Porque llenar la clase de nombres y
letras significativas permite que los niños y niñas se sientan visibles, y por
tanto que sean. Usar el nombre del alumnado en la escuela es un acto pedagógico. Verlo
escrito en la percha, la silla o los materiales crea un vínculo con el espacio
escolar.
Además,
el nombre propio suele ser la primera palabra significativa para aprender a
leer y escribir. A partir de él, el niño comprende el valor simbólico del
lenguaje y descubre la relación entre el sonido, la forma escrita y su
significado. Es un puente entre su mundo familiar y el escolar.
El modo en que la
maestra pronuncia cada nombre deja huella. Su voz se convierte en referencia de
seguridad, pertenencia y confianza. Nombrar es también cuidar y construir
vínculos. Porque nombrar a un niño no es solo llamarlo: es reconocer su
historia, su voz y su ser.
Cada nombre propio encierra una historia que acompaña al niño o la niña
toda la vida. Puede ser fruto de un deseo, de un desencuentro o de una ilusión.
Y es importante descubrir esa historia en el aula.
Tengo en clase un
Francisco Alejandro porque los padres no se ponían de acuerdo y al final le
llaman Alex. Esto me vino bien porque así lo distingo de mi otro Alejandro.
Tengo una María de los Ángeles, una María Julieta y otra María. Escribir “María
de los Ángeles” con tantas letras es agotador, así que la llamo Ángeles y a la
otra chica, Julieta. Recuerdo una niña que se llamaba “Yaiza”,
a la cual me dirigía diciendo: “Mirad a mi Yaiza que bien lo ha hecho” y un día
un niño me dijo: “Seño, Miyaiza hoy no ha venido”. Ese día pensé: que
importante es el nombre con que nos dirigimos a cada cual.
El nombre denota una historia imaginada antes de que las niñas y
los niños crezcan y se definan por sí mismos. Hay nombres de moda que llegan al
aula y te encuentras con cuatro María, varios Daniel, Alejandro o Hugo, y
terminas usando el apellido para distinguirlos.
Recuerdo que un viernes saqué las “casitas de los nombres”
y, aunque no tengo ningún Wenceslao en clase, se les pegó el nombre en el oído.
También recuerdo una alumna llamada Jacqueline. Y que en una reunión inicial le
pedí a su madre que escribiera el nombre en un papel, y me respondió: “Es que
no sé escribirlo”. Pensé: “¿Por qué no le habrá puesto Ana, como ella, que es
más fácil?”
Para un niño de tres años, la “seño” no es simplemente quien
enseña; es una figura de apego, alguien que da seguridad, ternura y guía. El
modo en que es nombrada tiene un fuerte impacto emocional. La forma en que la
maestra pronuncia su nombre o se hace llamar deja huella.
Cuando una criatura llega al colegio, su nombre se convierte en parte de
su vida social. Lo ve escrito y siente reconocerlo, señalarlo, y más tarde, a
escribirlo con orgullo. Ese pequeño acto —trazar su nombre en un papel— es,
para él, una declaración de existencia: “esto soy yo”. En las
aulas de Infantil, el nombre está presente en muchos lugares: en su percha,
donde deja la chaqueta; en su silla, su espacio personal; en la lista de la
clase, donde se reconoce como parte del grupo; en su ficha o dibujo, que firma
orgulloso aunque solo trace unas letras o garabatos. Estos pequeños detalles
son mucho más que organización: son actos simbólicos de pertenencia. Ver su
nombre escrito cada día, reconocerlo entre los demás, señalar o pronunciarlo en
voz alta, fortalece su identidad y su autoestima.
El momento en que logra escribirlo por primera vez es mucho
más que un logro gráfico: es un paso hacia la autonomía y la conciencia de sí.
El niño descubre que tiene una palabra propia, una marca única que lo
representa. Por eso es tan importante que la escuela y la familia pronuncie y
escriba su nombre correctamente, con respeto, sin acortarlo ni cambiarlo sin
permiso. Cada letra, cada sílaba, refuerza su identidad, su pertenencia y su
confianza en el entorno.
El nombre es la primera palabra que representa a un ser humano, y
que escucha cada día desde que nació. Por eso, cuando entra al colegio, su
nombre se convierte en el puente entre su mundo familiar y el mundo escolar.
Cuando la maestra lo llama por su nombre —con un tono amable, cercano,
constante—, el niño siente que existe dentro del grupo. Ese sonido conocido le
da seguridad emocional: su nombre le suena a hogar, a vínculo, a
reconocimiento. Desde ahí se construye el primer paso del aprendizaje: la
confianza. Un niño que se siente nombrado y mirado con respeto, se siente capaz
de aprender.
Desde la mirada constructivista, el aprendizaje del niño parte
siempre de lo que ya sabe y vive de su experiencia significativa. Y pocas cosas
son tan significativas para él como su propio nombre. Por ello, Emilia Ferreiro
y Ana Teberosky, nos invitan a enseñar a leer y escribir a partir del nombre.
(!) El nombre propio es la primera palabra significativa para aprender a
leer y escribir. A través de él, el niño descubre que las letras tienen un
orden, que los sonidos se representan gráficamente, que el lenguaje tiene
forma. Esa relación afectiva con su nombre hace que el aprendizaje sea
emocionalmente significativo: no aprende letras por obligación, sino porque le
pertenecen.
Además, reconocer los nombres de sus compañeros en la lista o en
los materiales del aula le permite ampliar su conciencia social: aprende a
identificar al otro, a respetar las diferencias y a comprender que cada persona
es única. Reconocer su nombre y el de los demás favorece la identidad, la
convivencia y el respeto entre iguales.
Nombrar al niño por su nombre, escribirlo en los espacios del aula
y darle valor es mucho más que una rutina escolar: refuerza su autoestima,
fomenta su sentido de pertenencia, despierta su curiosidad por la lectura y la
escritura y le enseña a reconocer y valorar la identidad propia y ajena. Pero
nombrar a un niño no es solo elegir una palabra bonita. Es un acto de amor, de
memoria y de futuro. Detrás de cada “Juan”, “Gabriel” o “María” hay un deseo
profundo: proteger, honrar, acompañar y dar identidad. Y cada vez que
pronunciamos un nombre con ternura proyectamos un deseo que puede hacerse
realidad.
(!) Ferreiro E. y Teberosky A. (1979)
Los sistemas de escritura en el desarrollo del niño. Siglo XXI Editores.
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