Mirar a los ojos. Difícil tarea. Probad, si no.
Mirar a los ojos es mirar al alma sin contemplaciones. Es un reto difícil, pero
necesario de los educadores. No hay alternativa. Ni los textos didácticos más
sofisticados, ni los programas informáticos más modernos, ni los proyectos
educativos más innovadores, pueden sustituir una mirada profunda. Porque los
ojos son taladradores que hacen agujeritos en el alma del mirado, y
penetra dentro, muy dentro, en todo su ser. Y es por eso que educar es hurgar
con la mirada, adentrarse muy hondo, hacerse camino hasta lo más profundo y crear
un huequito en las entrañas de nuestro alumnado. Aunque nos empeñemos una y mil
veces en explicar con la voz, que atraviesa los oídos sin apenas detenerse un
instante en la mente, la mirada vale más que mil palabras.
Primero vemos al otro con deseo y ayudamos a
construirlo. Luego, una vez construido, miramos hacia el mundo. Y el otro,
urgido por nuestra mirada, ve y va hacia donde miramos. Es así cómo el camino
de lo mirado se convierte en el sendero de lo educable. Y es que nos
construimos con hilos de miradas. Tejemos una trama de vínculos con agujas de
ojos profundos. Y esa mirada amorosa sostiene el atrevimiento del que conquista
el mundo, al mismo tiempo que se conquista a sí mismo y se construye como
ser humano.
El gran ojo, el famoso triángulo, el ojo de Dios, no
es más que el ojo del que educa, y esculpe humanidad en el barro de la infancia.
Y es esa mirada la que crea, a partir de unos ojos deseosos, a un ser humano, a
una futura persona. La biología se torna en nada sin ojos ávidos que vislumbren
el futuro de la niñez.
Porque con la mirada se mata, con la mirada se
humilla pero, también, y sobre todo, con la mirada se ama y se educa.
Cristóbal Gómez Mayorga
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