La
quinta silla terminó en Francia, como no podía ser de otro modo, en el centro
de París, en la Cité, o isla del asentamiento, ¡qué mejor nombre para situar una
silla!, concretamente, en Notre Dame. Es la silla donde descansa la ira, la ira
de Dios. Pero aquella no era más que una de las siete sillas, repartidas por el
mundo, en las que descansa cada uno de los pecados capitales.
Todo
comienza cuando se sienta a comer, de forma desmesurada, en un intento de llenar
cada rinconcito de su cuerpo, la gula. Cuatro patas descomunales soportaban al
más pesado de los pecados conocidos. Esta primera silla se encontraba en una
cochambrosa sala de un restaurante de comida rápida, en el mismo centro de
Manhattan.
La
pereza se retrepó sobre la segunda silla, y derramó sudores y kilos de grasas
mundanas, hasta que se hizo trizas, astillas y serrín de tantos sinsabores
asentados. Aquella segunda silla estaba en Hawái, recostada en acordes de un
plomífero ukelele. Y pasaron mil años sin que la pereza levantara su pesado
trasero de la dulce anea, esperando, quizás, algún príncipe que lo despertara
de un infinito sueño seboso.
En
un cuchitril inmundo de La Habana Vieja, se encuentra la tercera silla, toda
manchada de sudores y esencias mundanas, cansada de soportar cuerpos desnudos bailando
músicas diabólicas al ritmo sabrosón más empalagoso del Caribe. Sobre ella, no
descansaba, sino que gozaba, la lujuria, emitiendo gritos de placer por todos
los agujeros de su cuerpo. Y es que la lujuria nunca reposa, ni conoce paz
alguna, pues siempre anda buscando humedades en huecos resbaladizos, oscuros y profundos.
Alemania,
albergaba la cuarta silla. Recubierta de un terciopelo granate y dorado, fue subyugada
por el enorme trasero de la avaricia. Se sentó en ella coronándose con mil adornos
brillantes, buscando, una vez más, deslumbrar al mundo con destellos de metales
imaginados y efímeros.
La envidia,
la sexta silla, osada como siempre, quiso sentarse en el lugar de otros, para
dejar constancia de sus posaderas inquietas. La envidia andaba deseosa de un
paraíso soñado, de aquí para allá, buscando descanso en la silla de un otro
imaginado. Mientras tanto, su preciosa
silla se sentía inútil en un pueblecito humilde de Costa de Marfil, en el
corazón de África.
La soberbia,
se sentó, majestuosa, en la séptima silla, con la absoluta convicción de que
había besado el mejor asiento de este mundo: Plaza Roja de Moscú, cuartel
general del Kremlin, corazón de todas las Rusias. Allí reposaba, recubierta de
oro macizo, colmada de poder, la última de las sillas.
Y
es que Dios, cansado como estaba de tantos pecados enrevesados, decidió, un
buen día, repartir las sillas, en las que descansa los siete pecados capitales,
por diferentes capitales del mundo, para que pecásemos de un pecado cada vez. Y
es por eso que, acabo de salir del Caribe y voy rumbo a un pequeño puesto de
comida rápida en el mismo centro de Manhattan.
Certamen
de relatos, Semana Cultural de Benagalbón, 2015.
Cristóbal
Gómez Mayorga
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