En
la Edad Media hubiera pasado por bruja y quemada en la hoguera. En tiempos de
Cervantes hubiera sido, acaso, el Hidalgo Caballero, luchador de causas
imposibles. Hoy, no es más que una de tantas mujeres nacidas fuera de tiempo.
Es de otro siglo, de otra dimensión, de otra galaxia… Pero, mira por dónde,
vino a nacer en una época hedonista, torpe y ciega. No se puede vivir con grado
extremo de conciencia en un mundo descerebrado, porque sufres sobremanera,
igual que le pasó al Ingenioso Hidalgo, que sobrevivió a su época gracias a
convertirse en un personaje de ficción, como hiciera la protagonista de nuestra
historia.
Gaya, que así se llamaba
esta mujer, tenía una discapacidad: vislumbrar el corazón del tiempo, la
materia del alma, la esencia de las cosas. Sí, digo bien, tenía una gran
discapacidad para vivir en este mundo opaco y torpe, porque su peculiaridad le
producía grandes enajenaciones y sufrimientos, como al Ingenioso Caballero de
otro tiempo.
Todo comenzó un día haciendo
footing con sus zapatillas de marca. En cada pisada veía un sinfín de niños de
países empobrecidos dando puntadas infinitas en cochambrosas fábricas de
calzados de una conocida marca deportiva. En otra ocasión, al ponerse su
camiseta preferida, comenzó ésta a pegarse a su cuerpo hasta medio ahogarla, y
tuvo otra de esas visiones: niñas esclavas, hacinadas a la luz de unas tristes
bombillas con telarañas, confeccionando ropa, durante 12 horas diarias, para
una prestigiosa marca de moda internacional.
Estas alucinaciones
comenzaron a ser más frecuentes de lo deseado. En el desayuno, en el almuerzo y
en la cena, siempre temía ingerir cualquier alimento por miedo a sufrir una de
sus angustiosas visiones. Tomar un simple café podía transportarle a un inmenso
monocultivo brasileño de una gran multinacional que tanta hambruna ha generado,
al destruir los huertos que habían alimentado durante generaciones a esas
familias.
Los días de mucho viento, solía
seguir con la mente los objetos que volaban más allá de lo que su vista alcanzaba.
Cierto día, siguió la trayectoria de una bolsa de plástico arrastrada por el aire
y, en su mente, la imaginaba atragantando a una tortuga laúd en el mar de
Alborán.
Cuando entraba en un supermercado
pasaba rápido por la carnicería para evitar imaginar las atroces escenas de
matanzas de los animales. Vislumbraba, sin pretenderlo, cientos de cerdos degollados,
miles de pollos hacinados en granjas de producción intensiva, vacas añorando
los prados verdes que nunca disfrutaron,… En cada filete, en cada bandeja de
carne picada, en cada muslito aliñado, adivinaba el origen con una nitidez
espeluznante.
Pero, no sólo tenía la atroz
capacidad de ver el pasado sino que, incluso, intuía el futuro. Al pasar por
los estancos vislumbraba las blancas salas de oncología de los hospitales lleno
de pacientes con pulmones envenenados. Lo de adivinar el futuro le solía
ocurrir al mirar a la infancia. Así que era difícil ir por la calle sin leer el
porvenir prometedor o truncado de los chavales que se cruzaban. Cuando veía a
las embarazadas decía para sí: -éste será niño, ésa será niña, aquel…, y un
escalofrío recorría todo su cuerpo.
Aunque
intentaba ver los futuros más esperanzadores de la vida, siempre se le presentaban
los sinsabores menos apetecibles. En las bodas, solía adivinar las futuras
infidelidades, maltratos y separaciones. En los entierros, intuía las peleas
familiares del difunto por la herencia.
Lo peor le ocurrió un día en
la gasolinera. Mientras alimentaba el motor de su coche, tuvo uno de esos estados
de conciencia perturbadores. Al oír caer el líquido en el depósito, comenzó a imaginar
cientos de manos y pies desmembrados, trozos de cuerpos, miles de almas que un
día cayeron al mar y se ahogaron mientras buscaban una tierra prometida, que se
convirtieron, a causa de la presión y del tiempo, en petróleo. No podía quitarse
de la mente que su coche andaba con pies de inmigrantes de otro tiempo,
ahogados en un pasado remoto.
Pero no sólo adivinaba
acontecimientos negativos, ¡menos mal! También disfrutó, alguna vez, de
visiones que le dibujaron sonrisas en sus labios. Cierto día, vio a un niño y
una niña plantar un hueso de naranja en el patio del colegio y disfrutó al verlos,
ya de abuelos, bajo la sombra del naranjo repleto de azahar, cogidos de la mano.
Gaya era una ciega al revés,
en vez de tener mermada su capacidad visual, la tenía híperdesarrollada. Pero en
un mundo ciego, es más tolerable una tara que un exceso. Tenemos cientos de
remedios para sobrellevar el déficit, como la compasión, la ternura o la
prótesis. Pero nos mostramos viles con los hípersensibles, los
hípervisionarios, los híperconscientes, quizás, a causa de nuestras carencias.
Es penoso escudriñar el
sufrimiento profundo de un mundo que esconde bajo la alfombra tanta miseria. Y
es por eso que la sentí-pensante Gaya no pudo vivir en este siglo. Y, como Don
Quijote, tuvo que hacerse literatura, para no ser quemada como una vulgar bruja
del Medievo. Y es que Gaya estaba, aún, lejos de una vida sensible e inteligente
al mismo tiempo.
CRISTÓBAL GÓMEZ MAYORGA
Verano del 2016
1 comentario:
Me siento Gaya.
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