18 de diciembre de 2020

FIN DEL VIAJE

Solo una mochila con sueños me acompañaba, como parte indisociable de mi cuerpo, en este último viaje. Cogí el tren de la esperanza sin destino prefijado. Me alejaba sin demora de la inquietante rutina: de ese llevar mascarillas en los labios, de la distancia de seguridad tan poco segura para el alma, del lavado de manos habitual, que empezaba a borrar mis huellas dactilares: mi propia identidad.

Hay dos tipos de viajes: uno el que busca un destino; el otro, el que huye de alguna parte. Este segundo era el sendero que emprendí.

¡Huir!. Eso hacía, huir a ninguna parte, a máxima velocidad.

Sentí que me iba lejos, muy lejos, por camino sin retorno, hacia el otro lado del mundo.

Fue un viaje hacia dentro, hacia lo más hondo del alma. Viví una aventura de sufrimientos, de angustias, de miedos. Una travesía de nubes, de humo, de nada y de todo al mismo tiempo.

Percibí que no sólo yo viajaba sino que, sin saber cómo, me convertí en sendero de miles de objetos que transitaban por mi cuerpo: tubos, agujas, antibióticos, calmantes… y mil cosas que no recuerdo. Sentía como todo navegaba despacio dentro de mí. Me vi como encrucijada por donde transitaban cientos de viajeros a lugares prefijados intentando detener mi destino irremediable.

Sin saber cómo ni cuándo, me encontré a medio camino, rodeado de seres ancestrales vestidos con batas blancas, mascarillas y pantallas transparentes, en un vehículo que emitía ruidos y luces estridentes.

Este viaje imaginaba, mientras estuve ingresado en la UCI del hospital, justo una semana después del fatídico día en el que, maldita la hora, me dio por besar a mi amiga, sin saber que besaba a la muerte inesperada.

Eso pensaba yo cuando todos los senderos de mi cuerpo se alinearon para llegar a la orilla de la laguna Estigia con el propósito de navegar, por sus aguas calmas, hasta el fin inevitable del viaje.

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