Solo una mochila con sueños me acompañaba, como parte indisociable de mi cuerpo, en este último viaje. Cogí el tren de la esperanza sin destino prefijado. Me alejaba sin demora de la inquietante rutina: de ese llevar mascarillas en los labios, de la distancia de seguridad tan poco segura para el alma, del lavado de manos habitual, que empezaba a borrar mis huellas dactilares: mi propia identidad.
Hay
dos tipos de viajes: uno el que busca un destino; el otro, el que huye de alguna
parte. Este segundo era el sendero que emprendí.
¡Huir!.
Eso hacía, huir a ninguna parte, a máxima velocidad.
Sentí
que me iba lejos, muy lejos, por camino sin retorno, hacia el otro lado del
mundo.
Fue
un viaje hacia dentro, hacia lo más hondo del alma. Viví una aventura de
sufrimientos, de angustias, de miedos. Una travesía de nubes, de humo, de nada
y de todo al mismo tiempo.
Percibí
que no sólo yo viajaba sino que, sin saber cómo, me convertí en sendero de
miles de objetos que transitaban por mi cuerpo: tubos, agujas, antibióticos,
calmantes… y mil cosas que no recuerdo. Sentía como todo navegaba despacio
dentro de mí. Me vi como encrucijada por donde transitaban cientos de viajeros
a lugares prefijados intentando detener mi destino irremediable.
Sin
saber cómo ni cuándo, me encontré a medio camino, rodeado de seres ancestrales
vestidos con batas blancas, mascarillas y pantallas transparentes, en un
vehículo que emitía ruidos y luces estridentes.
Este
viaje imaginaba, mientras estuve ingresado en la UCI del hospital, justo una
semana después del fatídico día en el que, maldita la hora, me dio por besar a
mi amiga, sin saber que besaba a la muerte inesperada.
Eso
pensaba yo cuando todos los senderos de mi cuerpo se alinearon para llegar a la
orilla de la laguna Estigia con el propósito de navegar, por sus aguas calmas,
hasta el fin inevitable del viaje.
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