Émile Durkheim, sociólogo, pedagogo y filósofo francés, considerado uno de los padres fundadores de sociología científica, acuñó el concepto de solidaridad orgánica. En su obra La división del trabajo social, publicada en 1893, escribe:
“En esta sociedad desarrollada cada individuo cumple una sola función especial de acuerdo a la división del trabajo social. Cada sujeto desarrolla sus dotes y talentos individuales de acuerdo a su rol profesional. La conciencia de que cada uno depende de otro y que todos están vinculados por un sistema único de relaciones sociales, creadas por la división del trabajo, genera el sentimiento de dependencia mutua, de solidaridad, de sus lazos con la sociedad”.
Es decir, las sociedades complejas se basan en la confianza de que cada cual aporta su granito de arena para que todo funcione. Por eso confiamos en que los alimentos que compramos sean saludables y pesan lo indicado, que la carrera de taxi es correcta o que nuestros impuestos sirven para cubrir necesidades sociales. Y no vamos todo el día pesando, midiendo, comprobando y sospechando de todo el mundo. Debemos tener confianza hasta en la policía, que se encarga de vigilar los desajustes para que la sociedad siga funcionando. La creación del Estado cumple este cometido: generar confianza. De lo contrario, estaríamos todo el día con paranoia, con suspicacia hacia el resto de la humanidad.
Pero, en estos tiempos, al
profesorado se le ha quitado la confianza, y se ha construido todo un sistema
de control sobre su trabajo: fichar al entrar al colegio desde su propio móvil,
que está controlado con localizador para ver si llega a su hora; con
burocracias mil para vigilar su trabajo: programaciones detalladas sobre lo que
hará cada día a cada hora, informes de cada entrevista a las familias, actas de
reuniones de Ciclo, de Claustro, de Consejo Escolar y de todo lo que se menee en la escuela. Siempre con un ejército de
inspectores amenazando.
En consecuencia, el
profesorado pasa la mitad de del tiempo justificando todo lo que hace, en vez
de dedicarse a su labor sagrada: la educación de la infancia.
Se ha perdido la confianza
en el profesorado. Y, como escribió Émile Durkheim hace más de cien años, la pérdida de la confianza es el principio
del fin de la solidaridad orgánica.
Si sospechamos de todo, si
desconfiamos del Estado y de la sociedad entera, viviremos siempre en alerta,
siempre con miedos y paranoia. Y el miedo es la principal causa de inactividad.
Una cosa es la crítica al sistema y otra, muy distinta, la desconfianza.
Se supone que quienes han
estudiado una profesión tan humana, han aprobado unas oposiciones y ejercen el
magisterio tienen una capacidad para educar, un mínimo de empatía con la infancia
y un compromiso social. Siempre hay que intentar mejorar sus dotes educativas,
pero el control desde la desconfianza no es la mejor solución.
Deberíamos promover, en
vez del excesivo control, otras formas de mejorar la enseñanza. Desde la
desconfianza solo se provoca miedo, pasividad, engaño, disimulo… En cambio,
desde la confianza de que cada cual es responsable de su función social, nos
mostraremos humildes, receptivos y abiertos para analizar nuestras carencias y
seguir aprendiendo. Porque solo desde una perspectiva social de confianza podemos
mejorar la educación de la infancia y, quizás también, la sociedad.
A ver si toma nota las
Administraciones Educativas. ¡Ya está bien de tanto control y tan poca
confianza a quienes intentan educar!
1 comentario:
Así es. Gracias, Emilio, por tu lúcido comentario. Siempre Nietzsche alumbrando.
Publicar un comentario