El coeficiente intelectual (CI)
fue un hito en la historia educativa, pero se ha quedado anticuado, pasado de
moda y cuestionado por la comunidad científica desde hace tiempo; aunque su
simplicidad hace que siga vigente por ciertos especialistas, que también los
hay, y una burocracia educativa que aún no ha renovado sus amarillentos formularios.
Alfred Binet inventó el
primer test de inteligencia para
ayudar a la infancia necesitada; pero, como toda técnica, se puede emplear para
bien o para mal. Y el CI se ha
utilizado en muchas ocasiones para etiquetar, clasificar y marginar, incidiendo
negativamente en el desarrollo y las expectativas del alumnado.
Luego vino las inteligencias múltiples de Gardner: lingüística-verbal,
lógica-matemática, visual-espacial, musical-auditiva, corporal-kinestésica,
interpersonal, intrapersonal, naturalista, emocional, existencial, creativa,
colaborativa. Un avance, no hay duda. Pero seguimos con el término inteligencia
como Sancta Sanctorum.
En los últimos tiempos,
hemos sufrido una avalancha de inteligencia
emocional, hasta el punto de que hemos dejado de emocionarnos por
saturación. Y no digo que existiera su necesidad en tiempos de racionalidad y
usura, sino que el sistema lo ha asumido y se venden emociones hasta en
supermercados.
El caso es que la
inteligencia posee un halo de santidad, quiero decir de cientificidad. Solo
nombrar el concepto damos por válido cualquier apellido que lleve asociado. Pero
deberíamos preguntarnos: ¿qué entendemos por inteligencia?, ¿en qué somos
inteligente? y, sobre todo, ¿para qué somos inteligentes?
Ahora nos invade la inteligencia artificial, una
inteligencia propiciada por los nuevos tiempos. Al concepto inteligencia siempre
le faltó una pisca de ética y, a la inteligencia artificial, no digamos.
Nunca lo más lógico, lo
más certero, lo racional… es lo más ético, lo más moral. Ya se sabe que fueron
científicos eficaces quienes idearon las cámaras de gas, la más alta tecnología
para hacer el mal. Hoy sabemos que faltó ética y moral; y quizás sigue
faltando, hoy día, en la llamada inteligencia
artificial. Porque una cosa es la eficacia y otra, muy distinta, la ética: mirar
el bienestar de toda la humanidad.
Lo importante no es el
conocimiento a partir de datos y protocolos informatizados, sino hacia dónde
queremos ir como comunidad humana. No es un tema lógico sino una cuestión
ética. Ya lo dijo José Antonio Marina en su Ética
para náufragos: ir a mucha velocidad,
sin saber a dónde vas, es un contrasentido; porque podemos ir a marcha forzada
en dirección contraria.
Así que debemos construir un
concepto de inteligencia teniendo en cuenta una ética social. Es necesario
incidir en que, sin moral, toda inteligencia puede ser dañina. Porque nunca un
protocolo tuvo sentimiento, valores y, menos, ética.
Uno de los problemas que
plantea la inteligencia artificial es
su dificultad con la empatía, la moral, las emociones, con el amor y, sobre
todo, con el sentido de vida. Porque la vida no va de lógica sino de ideario,
sentimientos, solidaridad y ética. Lo han dicho tres intelectuales desde
distintos saberes, el profesor de lingüística Ian Roberts, el
filósofo Noam Chomsky y el experto en inteligencia artificial Jeffrey
Watumull: los sistemas de IA carecen de razonamiento
desde una perspectiva moral, por lo que son incapaces de distinguir bajo marcos
éticos lo que se debe o no hacer.
Tuve una alumna, llamada
María, la chica más buena de la clase, siempre con su sonrisa puesta ayudando a
los demás. Conectó con su compañera con autismo, le ayudó enormemente, tenía
una empatía especial. Pero su producción académica no sobresalía. Ella estaba
en otras cosas. Espero que sus deficientes calificaciones no hayan mermado su
integridad moral y, a pesar de su andadura por el sistema educativo, siga
mejorando la sociedad como lo hizo en mi aula ayudando a su compañera.
Quizás necesitamos, antes
que inteligencia artificial, un
desarrollo emocional, un sentir, un comprender, una solidaridad humana y mucha
empatía. Quizás, deberíamos dejar de nombrar la inteligencia, para incidir en
lo moral, en lo emocional, en el sentimiento y en la ética. Quizás, no es
cuestión de inteligencia sino de justicia, de igualdad, de aceptar la
diversidad humana, y de comprender que todas las personas, igual que las aves, son diferentes en su vuelo, pero
iguales en su derecho a volar.
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