El aprendizaje humano es un viaje que comienza en el sentir,
atraviesa la emoción y desemboca en la razón. Al principio, somos puro
instinto, un mar de sensaciones que nos envuelve, nos moldea, nos conecta con
el mundo sin mediaciones. Luego llegan las percepciones y, con ellas, el
despertar de las emociones. Para ello, es imprescindible la comunicación de un
ser humano que oriente esas primeras impresiones. La lógica y el intelecto, esa
brújula que nos guía, tardan en florecer. Por tanto, la función educadora de
los primeros años es acompañar emocionalmente a la infancia en su desarrollo
sensorial y motriz.
Pero para educar en la primera infancia hay que despojarse de las
máscaras, abrir el alma y permitir que las emociones fluyan libres. Las niñas y
los niños son un espejo que nos reflejan con total claridad, un radar que capta
la verdad oculta tras cada gesto. Perciben lo que somos y desnudan lo impostado
como educadores. Por eso, el primer pilar de la educación infantil es la
conexión. Sin ella, toda enseñanza carece de sentido.
Conectar significa mirar con el corazón, escuchar con la piel,
tocar con la ternura de quien sabe que cada infante es un universo. Es entregarse
a la complicidad de los afectos, a la magia de una mirada cómplice que dice más
que mil palabras. Es reconocerse en lo que uno es, en sus miedos y fortalezas,
en sus certezas y dudas. Desde ese reconocimiento sincero, surge la verdadera
educación. Porque, en estas edades tempranas, no educamos con lo que sabemos
sino con lo que somos.
Cada niña y cada niño crecen a su propio ritmo, danzan al compás
de su evolución. Respetar su tiempo, comprender sus procesos y acompañar sin
imponer es el segundo requisito para educar. En cada clase hay tantos estilos
de desarrollo como personas. Debemos ser guía sin imponer un único camino.
La cultura es el tercer horizonte. Comprender sus luces y sombras
nos permite transmitir saberes que nutren, pero también cuestionar hábitos que
limitan. La cultura también desempeña un papel fundamental en la educación
infantil. Desde una perspectiva sociocultural, los conocimientos transmitidos
deben favorecer el pensamiento crítico, permitiendo que los niños desarrollen
habilidades para evaluar y cuestionar las normas establecidas. En la infancia,
la piel, el movimiento, la voz y el juego son los verdaderos maestros. Cantos,
cuentos, rimas y espacios de libertad creativa valen más que cualquier pantalla
brillante.
Finalmente, la diversidad y la inclusión son pilares fundamentales:
ese océano de matices donde cada ser es único, donde el respeto a cada cual no
es un acto sino una esencia. Escuchar a cada pequeña voz y acoger su identidad
en la comunidad es sembrar las semillas de un mundo más justo. La aceptación de
la diversidad no solo tiene un impacto social positivo, sino que también desarrolla
la autonomía, la autoestima, la identidad y, en última instancia, la felicidad.
Comprender la interrelación entre emoción, cognición y contexto
social es clave para diseñar estrategias educativas que fomenten un desarrollo
integral en la infancia. Por eso, aunque el intelecto reclame su trono en la
adultez, las emociones nunca abandonan el aprendizaje, porque en la infancia
son la raíz y el cielo de todo saber.
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