Es la segunda vez que diagnostican a un alumno de mi colegio
como TEA (trastorno del espectro autista) y luego resulta que no es. Si en cada
colegio pasa esto, multiplica. Sólo deseo prudencia. A los tres años es pronto
para diagnosticar con una etiqueta tan contundente y determinante. He aprendido
en mis largos años como maestro de Educación Infantil que primero hay que
descartar todas las posibilidades biológicas, sensoriales o sociales que se
puedan dar, aunque muestren síntomas evidentes. Ya sé que está en los manuales,
pero se nos puede pasar por alto con mucha facilidad. Una cosa es la conducta
que percibimos y otra el funcionamiento de la mente que, a esas edades, aún
está en construcción. Y es que sobre las funciones cerebrales hay que ser muy
precavido porque no sabemos casi nada. Eso no quiere decir que no trabajemos
con ese alumnado que nos llega con ciertas dificultades. Siempre hay que
dedicar la máxima atención a quienes entran en la escuela con algún desvarío,
porque es el momento crítico para solucionar cualquier contrariedad en el
desarrollo que altere el aprendizaje y la vida posterior.
Tuve a un chico que, con tres años, varios especialistas le vieron
comportamientos propios de autismo. Saltaron las alarmas y nos pusimos a
observar y evaluar sus desvaríos. Menos mal que el orientador del centro tenía
una visión de equipo y nos puso a pensar: a la familia, al especialista en
pedagogía terapéutica, a la especialista en audición y lenguaje, a la tutora y al
profesorado que le daba clase. Así que nos desvivimos en compartir
observaciones y conjeturas. Algunos siempre vieron autismo en el chaval. Otros,
siempre vimos otras cosas. El caso es que comenzamos por el principio, por
donde hay que empezar: derivarlo al médico de cabecera y pedir pruebas de todos
sus sentidos. Resulta que le descubren una miopía magna (más de siete dioptría
en cada ojo). Como es lógico, este chico, que no veía casi nada, hacía síntomas
de dificultades sensoriales muy típicos de las personas con autismo. Cuando se
diagnosticó su dificultad de forma adecuada y se corrigió su problema de visión
fue desarrollando todas sus capacidades
y dejó de tener un comportamiento autista. Pero su familia ya se había leído
todo lo que internet ofrece sobre este espectro tan desequilibrante y todo lo
que su corazón fue capaz de soportar. Y después de mucho tiempo, muchos
siguieron mirando a este chico desde la posibilidad de ser persona con TEA. Ese
es el peligro de las etiquetas, que determinan la visión que tenemos sobre
nuestros nuestro alumnado.
El otro caso fue con un alumno que tuve en infantil hace
tiempo. Llegó con una etiqueta pegada a su espalda, a la de su madre, a la de su padre, a la de toda la familia. «Es TEA y no hay nada que discutir», dijo
la orientadora. Yo, como maestro de infantil, siempre vi relaciones emocionales
con su madre al recogerlo del cole y cierto apego conmigo, por lo que dudaba del
diagnóstico tan certero y determinante. Pero con el poder-saber que ejercen los especialistas, a veces, es difícil dialogar.
Resulta que al final de la educación infantil, con cinco años, le quitaron la
etiqueta porque desaparecieron esos síntomas tan evidentes. Porque, a veces, no
es TEA, «y ahora quien me quita los años
de sufrimientos y noches sin que el sueño aparezca». Y, sobre todo, quien
asegura que esa mirada descalificante no ha producido heridas irreparables en
esa persona.
Ya sé que es complicado hacer un diagnóstico para el Equipo
de Orientación de los colegios, pero creo que hay que actuar con cautela y
esperanza. Hay que trabajar con ese alumnado en sus dificultades sin mirar a
través de ninguna etiqueta: desarrollando todas sus posibilidades con la esperanza
de que saldrá adelante. Y aunque finalmente tenga autismo, debemos seguir
trabajando desde la consideración de que es una persona especial, como cualquier
otra.
Eduquemos pues a todas las personas con sus peculiaridades,
trabando en sus dificultades, sin miradas estereotipadas. Esa es la mejor forma
de educar.
¿Y si es TEA, qué…?
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