Desde hace años, trabajando en educación infantil, yo entraba al colegio diez minutos antes de lo estipulado para organizar mi clase y mi mente inquieta. Abría las ventanas para que entrara la luz del nuevo día, ordenaba un poco el espacio y me acomodaba a la dura tarea que me esperaba bregando con veintitantas criaturitas de tres, cuatro o cinco años, durante cinco horas seguidas, que tiene su dificultad.
Esos diez minutitos que llegaba antes al aula permitían conectarme con la realidad: saludaba a las niñas y niños de la clase de uno en uno y dialogaba con las familias, que me contaban las incidencias de la noche, cómo se encontraban emocionalmente o cualquier contrariedad que necesitaran compartir. Cuando llegaba la hora establecida, nos íbamos a la asamblea despacito para ponernos a trabajar. El alumnado había tenido tiempo de aclimatarse al nuevo espacio, saludar a sus amistades, mitigar la angustia del cambio tan profundo que supone pasar del cálido hogar a una fría institución escolar, y yo apaciguaba mi alma para la incertidumbre que siempre produce la tarea de educar.
Estos diez minutitos de nada no fueron bien vistos por algunos
compañeras y compañeros de mi colegio. Buscaron mil argucias para criticarlo: porque aún no era la hora estipulada,
porque las familias no deben entrar a la escuela, porque el alumnado tiene que ponerse
en fila como siempre se hizo, que si el timbre no ha sonado, que «si patatín,
que si patatán». Muchos conflictos supusieron defender mis criterios
pedagógicos, acordes con el respeto a la infancia, contra las costumbres
anquilosadas en la organización escolar.
Pero, ¡mira por dónde!,
después de treinta años de lucha, llegó una pandemia y el protocolo oficial
obligó a que todo el profesorado estuviera diez minutos antes en sus clases
para que el alumnado entrara con distancia de seguridad. Y sin criterio
pedagógico alguno, solo por motivos sanitarios, empezó a cambiar la escuela
gracias a esos diez minutitos de nada que ahora eran de obligado cumplimiento.
La primera consecuencia fue que los familiares no se
aglutinaban, todas a la vez, en la puerta del centro, esperando la hora exacta
de entrar, aparcando en cualquier sitio, formando un sinfín de problemas de
tráficos que ponían nerviosas a las familias y, por consiguiente, a sus hijas e
hijos, que entraban al cole con el mal humor provocado por un caos monumental.
Lo bueno que pasó fue que las niñas y niños entraron al
centro de uno en uno, que saludaban y decían buenos días, que se mostraban
tranquilos y que en la puerta del colegio ya no se producía conflicto alguno
porque el tráfico fluía con normalidad. Además desaparecieron las filas y el
timbrazo antes de entrar.
Los centros educativos, como cualquier organización social,
son resistentes a experimentar cambios en su funcionamiento, porque las
liturgias y costumbres se osifican en sus estructuras resistiéndose a ser
demolidos. Son como organismos humanos que crean mecanismos de defensa ante
cualquier agente patógeno extraño amenazante.
Muchas rutinas y prácticas de las escuelas, quizás, fueron
necesarias en su momento pero hace tiempo que perdieron su función. No
obstante, perduran, hoy día, en la mayoría de los centros educativos y son muy
difíciles de cuestionar. Y es que asumimos hábitos mentales imposibles de
erradicar. Entre ellos están: la sirena
como reclamo temporal, la fila en la entrada, el sentarse de uno en uno,
el no poderse levantar, el libro de texto como axioma, las asignaturas con sus
rígidos horarios… y muchas costumbres más.
Esperemos que los cambios que ha traído la pandemia en los
colegios, a pesar de tantos males, se queden para siempre, porque han mejorado
la humanización de las escuelas, aunque haya sido de forma casual. ¡Merece la
pena, un cambio profundo en la escuela por diez minutitos de nada!
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