Los medios de comunicación nos bombardean
creando un imaginario que asocia, en nuestras mentes, revolución con violencia.
La revolución suele identificarse con la juventud quemando contenedores y
lanzando piedras sobre el orden establecido en forma de RoboCop (no sé por qué, cuando los jóvenes están pelando la pava y haciendo botellón en esos años en que buscan su
identidad). Esta es la iconografía
que el poder utiliza para desmontar cualquier cambio político, social o educativo,
que desea subvertir el statu quo existente
en nuestros días: la pobreza, la desigualdad, el analfabetismo, el deterioro de
la naturaleza, el racismo, la ignorancia, la privatización de la salud, la meritocracia
en educación o la sociedad patriarcal. Esta iconografía sobre lo radical no es
baladí. Hay todo un sistema conspirando para desarmar cualquier cambio que
implique, de verdad, crear una sociedad sin privilegios, más justa y feliz.
Pero radical viene de raíz. Y sí, soy radical
en educación porque intento llegar a lo más profundo en las relaciones educativas.
Y en la raíz de la educación está el amor. Solo desde el amor podemos cambiar
las cosas. Es desde el amor a la infancia desde donde podemos ser revolucionarios
para rechazar los libros de textos como catecismos de verdades absolutas que
tanto daño hacen al pensamiento crítico, y poder abrazar la diversidad como
única verdad imprescindible en este mundo insolidario e injusto. Es desde el
amor desde donde rechazamos las bancas alineadas y el alumnado de uno en uno,
que responden a intereses de la una sociedad individualista. Es desde el amor revolucionario
desde donde rechazamos la fila, la sirena de la entrada al colegio, los
exámenes estandarizados, los castigos al alumnado y las sillas de pensar, por
muy sutiles que sean. Porque el amor a la infancia, a todas las personitas que
se hacen un hueco en la vida, implica realizar cambios radicales en una escuela
que sigue, desde años inmemoriales, discriminando a quienes más necesidades
tienen.
Creo que todo movimiento revolucionario debe estar
sustentado en el amor: el amor al otro, el amor al diferente, el amor a la naturaleza,
el amor a la humanidad, el amor al conocimiento. Pero el poder, que no entiende
de sentimientos, suele ver conspiración en todo intento de desmontar su usura,
el negocio sin escrúpulo, la desvergüenza de quienes roban, la política al
servicio de las élites, que se creen dueños de este mundo.
Es por eso que necesitamos un cambio radical
en la escuela, pero siempre desde el amor. Porque no hay educación sin una
actitud crítica. Porque solo desde la conexión profunda con cada personita que
habita la escuela podemos hacer la revolución. Porque no hay revolución verdadera
si no es desde el amor al prójimo.
Ya sé que suena a ingenuidad y se puede quedar
sólo en un deseo. Pero más ingenuo es creer que los dioses de las distintas
religiones nos salvarán, que hay un dios verdadero, cuando cada cual tiene el
suyo y se pelean por ello, que el cielo nos protege o que los rituales
religiosos nos salvarán. Cuando llega una pandemia, nos dejamos de tonterías y
abrazamos la Ciencia. Porque el pensamiento mágico es normal en la niñez y en
las civilizaciones primitivas. Pero ya es hora de crecer y abrazar la filosofía
y el conocimiento científico.
Es necesario tomar conciencia sobre el
funcionamiento de nuestra sociedad, sobre cómo operan los poderes existentes,
sobre todas sus artimañas para que no cambie nada. La ignorancia crea miedo y
el miedo, ira y violencia. Ya lo escribió Freud hace tiempo en El porvenir de una ilusión. Cuando la ciencia se generalice caerá la
religión dominadora. Aunque es complicado porque el poder lucha con uñas y
dientes para que los pobres sigan ignorantes, y tengan miedo, y desarrollen
violencia. Sólo la cultura nos librará de la servidumbre del pensamiento simple.
En esto, la escuela tiene una importante responsabilidad, pero solo, si hacemos
la revolución, y el profesorado hace suya la lucha por la emancipación de todas
las personas de este mundo independientemente de su sexo, cultura, capacidad o
religión. Eso sí, siempre, desde la no violencia y el amor.
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