Después de jubilarme, fui
a la fiesta fin de curso de mi colegio para sentir el eco, que aún pidiera
perdurar, de mi labor como maestro de inclusión y aceptación de la diversidad. De
pronto, una alumna de poca edad, que asistía a la graduación de su hermana, mi
vio y vino corriendo a darme un emotivo abrazo. Me alegró sobremanera porque
esta chica no abrazaba.
En mi cometido como
maestro de Pedagogía Terapéutica, tuve que atender a esa niña de primer curso
de primaria con supuesta “discapacidad
por inteligencia límite”, según ponía en su informe psicopedagógico, aunque
nunca compartí este diagnóstico. Era tan solo una chica herida, como tantas
personitas que vienen a la escuela. A veces, solo se diagnostica lo aparente,
sin profundizar lo necesario.
En estas edades trabajo
dentro del aula y ayudo a todo el alumnado que necesita un empujoncito, aunque siempre
estuve atento a esta chica con evidentes dificultades. Cuando me siento junto a
ella veo que me rechaza de forma abrupta. No me lo tomo a mal. Tengo paciencia
y sigo atendiendo a sus compañeras y compañeros de clase sin dejar de mirarla reojo. Es necesario no asumir un rechazo como cuestión personal. ¡Algo le
pasa! Eso me digo mientras me pongo a indagar.
Después de muchos tanteos,
veo que esta chica no soporta que invada su espacio personal. En cambio, sí
acepta a su tutora y la especialista de Audición y Lenguaje, que son mujeres.
Nunca me había pasado, suelo caer bien a todo el alumnado. Indago y descubro
que sufrió abusos cuando pequeña. Ahora comprendo: tiene recelo a todos los
hombres porque sufrió daño de algún varón. Así que la comprendo y guardo
distancia, le ayudo lo que me deja, manteniendo su espacio, respetando sus
miedos, siempre con cariño, con miradas tiernas, buscando confianza. Casi medio
curso me costó acercarme a ella. Mientras tanto, le pusimos una compañera que
le ayudara, y fuimos, desde la distancia, acompañándola en sus dificultades y
sus recelos.
En la fiesta de graduación
de su hermana me ve desde lejos y la veo correr, a cámara lenta, como en un
anuncio de colonia. Me llama por mi nombre y me abraza con todo el alma. Después
de un año, mi trabajo con esta chica, obró el milagro. Creo que aprendió a
diferencia quién le hacía daño y quién le hacía bien. Algo difícil de aprehender
cuando la herida es profunda. ¡Es una campeona! Va superando su trauma. Es
posible que nuestra comprensión, prudencia y respeto haya tenido influencia. Pero
esa es la labor de quienes educamos: estar atentos, comprender, respetar, tener
paciencia, saber intervenir justo lo necesario en el momento oportuno. Mientras
tanto, no forzar, esperar que el tiempo nos diga dónde está la herida para
poder intervenir de forma adecuada. A veces, queremos que nuestro trabajo
educativo tenga frutos inmediatos. Pero hay que tener paciencia. La educación
siempre tiene efecto a largo plazo.
Grano a grano, su corazón
se fue llenando de confianza hasta rebosar en un fructífero gran abrazo. Pechos
fundidos que interpreto como evaluación de mi trabajo. Porque un abrazo es,
siempre, el más elocuente, preciso, eficiente y objetivo método de evaluación.
Eso me enseñó mi alumna que le costaba abrazar y que, ahora, se me pega como
lapa, dándome las gracias por la paciencia y la comprensión.
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