Hoy día, la escuela
diagnóstica con demasiada generosidad y con multitud de etiquetas a un alumnado
cada vez más diverso e indefenso. Pero puede que cada diagnóstico que realiza vislumbre
una de sus carencias. Quizás, deberíamos evaluar a la escuela: poner sus
diagnósticos como espejo, para que así refleje sus dificultades.
Una escuela que obliga a
estar quietos es lógico que diagnostique a quienes se mueven, y los etiqueten
como hiperactivos. Tengo constancia de un profesor que cronometra la velocidad en
que su alumnado de educación infantil hacen la tarea, y deriva a salud mental a
quienes tardan demasiado. Una locura. Habría que diagnosticar a ese profesor
obsesivo, que no respeta los ritmos del desarrollo de cada cual, y está dañando
a una infancia irremediablemente diversa. Habría que diagnosticar a una
Administración Educativa que permite ejercer a un maestro con evidente
discapacidad.
Una escuela que requiere silencio
suele castigar a quienes hablan demasiado. Debería mirárselo. Porque no es normal
que recrimine a quienes se construyen con lenguaje. Lo ideal es alentar, en
esas edades, toda expresión del alumnado. Lo normal, en los primeros años de
vida, es que las niñas y niños se comuniquen entre ellos, para desarrollar la
socialización, el lenguaje y sus identidades. Es necesario crear espacios y
ambientes donde se aliente la comunicación. La escuela que no soporta el ruido
natural de la infancia debería ir a salud mental y mirárselo.
Una escuela que,
diariamente, manda deberes para casa, responsabilizando a las familias del
aprendizaje, debería ser diagnosticada de inoperante. Se supone que es la
escuela la que enseña y, por tanto, es responsable de la educación. Bastante
tienen las familias con dar alimento, vestido, salud, alegrías, educación y
amor, y todo ello, conciliando con sus obligaciones laborales.
Una escuela que hace filas,
en la entrada del colegio, para corregir las tareas, después del recreo, para
las excursiones, para entrar al comedor… para cualquier actividad, como única
forma organizativa, tiene poca confianza en su alumnado. Se debería evaluar su
eficacia como centro educativo. Tanto control es un síntoma obsesivo y de poca
confianza. Deberíamos diagnosticar esta obsesión por el control.
Una escuela que evita y
margina a ciertas chicas y chicos con discapacidad está impidiendo aprender a
convivir con lo diverso. Está discapacitando, irremediablemente, a su alumnado.
Amén de no aceptar el derecho de toda persona a la educación en igualdad aceptando
sus peculiaridades. Deberíamos diagnosticarla como escuela castradora y nada
respetuosa con los Derechos Humanos.
Una escuela que pone
libros de textos, todos iguales para cada curso, no educa en la diversidad cultural
ni respeta las características diferentes del alumnado. Porque hay tantos
libros en el mundo, tantas niñas y niños diferentes, y tantas posibilidades de
aprender que, el mismo libro para todas las personas es un insulto a la
inteligencia. Habría que diagnosticar a esa escuela como homogeneizadora y
castradora.
La escuela meritocrática,
que hace multitud de rituales para celebrar conquistas y otorgar diplomas,
mientras margina a quienes tienen dificultades, es narcisista. Porque solo se
mira en su alumnado brillante; en vez de ensalzar a quienes se esfuerzan,
aunque no lleguen a lo exigido. Quizás, no debería poner metas a donde llegar,
sino desarrollar las máximas capacidades de todas las personas que aprenden en
ella. La escuela meritocrática rechaza a quienes muestran dificultades. Se tendría
que mirar el rechazo a las personas que son tan brillantes como ella espera. Ya
se sabe que el narcisismo es una de las peores discapacidades. El mito de
narciso tiene más de dos mil años: Narciso se ahoga en el lago porque no mira
la realidad, sino la imagen distorsionada de su propio rostro reflejado.
La escuela exigente
diagnostica, a cal y canto, a toda persona que se queda atrás, cuando su misión
es alentar a quienes tienen más dificultades. Quienes van sobrados no necesitan beneplácitos. La buena escuela es la que ayuda
a todas las personas con sus peculiaridades. Una escuela que premia a quienes tienen
buenos resultados debería de ser diagnosticada, porque está castigando a
quienes no pueden llegar a la excelencia. Hay colegios que no aceptan al
alumnado con dificultades y luego presumen de calidad. Algún diagnóstico habrá para estos centros elitistas que
se dicen educativos y tienen tanta discapacidad.
La escuela que no se
recicla, que no aprende, que no investiga, que no se pregunta cada día por los
cambios que la sociedad experimenta, está anclada en el pasado, vive en un sistema operativo desfasado. Tendría que
ponerse al día.
Una escuela que no pone
los medios para que aprendan los invidentes es que está ciega. Una escuela que no
pone recursos para quienes no escuchan es que está sorda. Una escuela que no
comprende el autismo es que está aislada del mundo. Una escuela que no acoge a
todo el alumnado hay que diagnosticarla, y tratarla, y mejorarla.
Es necesario: una
administración sensible, un ejército de orientación educativa competente y un
profesorado comprometido para diagnosticar y tratar a una escuela con tantas
necesidades. Porque ya está bien de solo diagnosticar a los más débiles del
sistema.
3 comentarios:
Me ha impresionado tu escrito, Cristóbal. Certero, sin tapujos, contundente, necesario.
Hemos de mirar qué pasa en nuestras escuelas y no adjudicarles a los niños las faltas, porque muchas veces solo son movimientos en un proceso continuo.
Gracias.
Gracias, así es. Abrazos
Bravo! Hacia mucho tiempo que no me entraba un soplo de aire fresco, de sabiduría, de valentia, de verdad...Muchisimas gracias a gracias a Cristobal Gómez Mayorga, me estaba quedando sin aliento!
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