29 de diciembre de 2021

A VECES, ES MIEDO

Para dar una solución, lo primero es hacer un buen diagnóstico. Hay demasiada gente intentando sanar lo aparente, andando por las ramas, y pocas veces buscando raíces.

Mucho se ha escrito sobre los problemas de conductas en la infancia y, sobre todo, en la adolescencia. Se ofrecen miles de programas para corregirlos. Existen centros específicos para combatirlos. Son demasiadas las consultas psicológicas que dan soluciones a estos comportamientos que nos ponen al límite. Pero, a veces, el problema no es lo que salta a la vista, no siempre las cosas son lo que parecen. A veces, lo tratable no es la conducta observable. A veces, las causas que lo producen, lo esencial, se esconden en lo más profundo de nuestra alma. A veces, el problema es el miedo.

Nuestra alumna se pone arisca cuando nos acercamos a ella. Pensamos que no debe rechazarnos porque queremos ayudarla en una actividad que se le resiste. Pero nos hace un desaire. Creemos que no nos merecemos tal reproche y nos enfadamos. Quizás no sea un tema de conducta. Quizás, alguna vez se le acercó a ella un hombre con otras intenciones. Quizás lo que siente es miedo. En mi caso, fui prudente y esperé a descubrir la causa de su sufrimiento y, poco a poco, fue tomando confianza y aflorando sus sentimientos agazapados en lo más profundo de su alma: el miedo.

Nuestro hijo nos grita porque no conducimos adecuadamente cuando lo llevamos en coche. Parece una conducta de mala educación y que nos falta al respeto. Pero puede que esté sintiendo miedo en la carretera, porque tuvo un accidente o un susto en un vehículo hace años, y no sabe gestionar la emoción que le produce la velocidad, y por eso responda de mala manera. Es necesario indagar más allá de los comportamientos. Porque puede que su desaire se deba al miedo.

Puede que nuestra hija adolescente nos diga con exabruptos que no tiene nada que ponerse. Ya sé que le dimos la posibilidad de comprarse ropa en su momento. Pero nos grita y hace que nos sintamos mal. Y es que la educamos lo mejor que supimos, y no hay derecho... Pero, quizás no tenga mala educación al hablarnos así, aunque no debiera, sino que está aterrorizada por no ser aceptada entre sus iguales en una etapa adolescente en donde se pone en juego su identidad cambiante. Quizás no sea mala conducta sino miedo a no ser aceptada, a no ser nadie, al fracaso, a la muerte en vida.

He visto, algunas veces, a niñas y niños que no hablan o que no miran lo suficiente. Los han tratado especialistas varios sin ningún resultado que solucione sus desvaríos. Pero he descubierto que el problema no estaba en su boca, ni en su vista, ni en su comportamiento. La herida era más profunda. Anidaba en lo más íntimo de su mente. Creo que era miedo. Pues eso, que, a veces, no es la conducta sino el miedo, siempre agazapado bajo la apariencia de desconexión o de ira.

Ya lo dijo Jorge Bucay en el cuento “La tristeza y la furia”. Cuenta que ambas fueron a nadar a la playa y dejaron su ropa en la orilla. Salió del agua, primero, la furia, siempre tan ansiosa, y cogió sin querer, sin pensar, la ropa que encontró, que era de la tristeza. Cuando la tristeza salió del agua se vistió con la ropa que quedaba, que era de la furia. Así que si veis por ahí gente con mucha rabia pensad que, quizás, sea la tristeza vestida con la ropa inadecuada. Eso nos cuenta el cuento; quizás, eso nos pase en la vida. Llevamos ropa que nos protege, pero lo importante nunca está en la apariencia. Hay que indagar en lo más profundo del alma.

Y es que, cuando nos invade el miedo, nos ponemos tristes, o nos sale la furia, o nos volvemos irascibles, o nos metemos para dentro. Por eso hay que diagnosticar descartando lo visible y escudriñando en lo profundo. Porque, muchas veces, lo que hay en el alma es miedo.

 

19 de diciembre de 2021

LA ESCUCHA QUE EDUCA

No educan las palabras. Y menos, si están vacías. No educan las liturgias sin sentido de la escuela tradicional: los libros de textos, las bancas alineadas, las tareas para casa, el timbre de la entrada, los silencios, las filas, los castigos, las copias o los exámenes. Lo que educa no es lo hablado, sino la escucha atenta del educador.

Poner oído, atender la demanda, la oreja alerta, mirar con atención, tener paciencia, escuchar… eso es lo que hace aprender al alumnado. Alguien se construye si es escuchado con deseo por un ser humano. Es la escucha atenta la que construye a una persona, la que crea identidad.

Lo descubrí con Mari Carmen Díez en su libro La oreja verde en la escuela, y en el suplemento dominical La oreja verde, de Paco Abril, en diario La nueva España de Gijón. En la escuela debemos de tener siempre una oreja verde que sea capaz de escuchar el lenguaje de la infancia. Porque no todas las orejas saben escuchar el lenguaje infantil.  Qué bien lo dijo Rodari en su poema La oreja verde.

…Es una oreja de niño, que me sirve para oír
cosas que los adultos nunca se paran a sentir:
Oigo lo que los árboles dicen, los pájaros que cantan,
las piedras, los ríos y las nubes que pasan,
oigo también a los niños, cuando cuentan cosas
que a una oreja madura, parecerían misteriosas…

Es la escucha atenta la que hace aflorar la expresión tímida de las niñas y niños del aula, que tienen mucho que decir pero creen que la escuela no es el lugar adecuado. Porque suele pasar que el profesorado habla, habla y habla; y pocas veces escucha. Y es que la escuela tiene tanto que decir (explicaciones, contenidos, normas, regañinas, actividades, correcciones…) que pocas veces gasta tiempo en poner oído.

Si miras con atención obras el milagro de que el alumnado hable. Y el que habla y dice es quien construye conocimiento, quien aprende, quien se educa. Porque al hilvanar el lenguaje estructuramos el pensamiento. Pero para ello, debe haber un desencadenante, que no es más que la escucha atenta del educando. Hace años que Michael Ende puso en boca de Momo el poder de la escucha:

Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no: simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de repente cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.

Así que debemos de emplear en la escuela metodologías y actividades que dejen hablar al alumnado mientras abrimos de par en par nuestras orejas verdes. Debemos hace asambleas en donde el alumnado diga, actividades de grupo donde conversen, hacer interrogantes que provoquen el diálogo y la discusión…, y taparnos la boca para que quienes se expresen y aprendan sean las chicas y chicos del aula.

La escuela, en definitiva, debería ser una gran oreja; un lugar donde toda la comunidad educativa pudiera decir lo que piensa y siente. Un espacio en donde todas las verdades subjetivas se expresasen para encontrar, después del diálogo y la convivencia, la gran verdad. Porque quizás, la verdad verdadera deba surgir de la construcción de pequeñas verdades cotidianas. Pero para ello, es imprescindible crear espacios que escuchen las voces de las chicas y chicos de aula, tantas veces silenciadas.