No podemos impedir que las
pantallas inunden nuestras vidas. Es lo que hay, es lo que toca. Lo que sí deberíamos
hacer, quienes nos dedicamos a la educación, es enseñar a utilizarlas de forma
adecuada, despertar el espíritu crítico, analizar posibilidades y ser contundentes
con los perjuicios que generan.
Resulta que, en muchos
colegios de Educación Infantil, en la etapa más sensorial y motriz, la
generadora de mentes, la que crea identidades, la que desarrolla el cerebro
incipiente, la que debe apostar por el desarrollo integral de los futuros
ciudadanos…, utilizan las pantallas para apaciguar, para entretener, para
evitar conflicto, para desactivar al alumnado inquieto de esta etapa tan vital,
para desconectar de la vida.
Se me viene alma al suelo cuando
veo a la primera infancia bailando con la pantalla, conectando sus tiernos corazones
con el «Cantajuego» o con algún baile de «Tik-Tok». Y es que ahí no hay
conexión humana. El baile tiene sentido cuando el espejo refleja conexión de corazones
acompasados, cuando conectamos con personas que nos modelan, cuando sentimos
nuestro cuerpo en primera persona. Veo, cada vez más, que la infancia está danzando
con pantallas, desconectada de lo humano. Y eso no es bailar.
Se me cae el alma cuando
veo al alumnado de infantil desayunando mientras contempla, embobado, algún
entretenimiento en la gran pantalla, impidiendo estar atentos a las sensaciones
que pudieran experimentar: al gusto, al tacto, a lo que saborean cada mañana.
Siempre utilicé la actividad del desayuno para que fueran conscientes de lo que
comían, de su importancia, de las texturas, ingredientes, de la esencia de sus
desayunos y del placer de una comida sana.
Me indigno cuando en
muchas escuelas infantiles no se hace psicomotricidad, y se sustituye por
movimientos estereotipados que refleja la gran pantalla que preside demasiadas
escuelas; porque no hay tiempo, porque hay que hacer el libro, porque las
editoriales mandan… porque no escuchamos el alma y las necesidades de la
infancia.
Me desilusiono cuando ya
no existe gente en la escuela que narre un cuento, con sus ojos conectando, con
su ¡entonces! y ¡de pronto!... penetrando el corazón de la infancia.
Porque en la escuela hay
que bailar, contar cuentos, mostrarse, darlo todo, arriesgar y desnudarse; hay
que mostrar lo que somos, hay que entregarse, hay que ponerse en juego. Solo
así traspasaremos la sensible piel de la infancia, adentrarnos en el alma y
educar.
Lo dicho: las pantallas
nos impiden penetrar en el alma de la infancia para crear la magia del desarrollo
humano. Deberíamos pensarlo.
Solo personas amorosas
construyen subjetividades, solo ojos penetrantes crean a seres humanos. Y, ya
se sabe, las pantallas no tienen ojos ni almas, son solo espejos que la cultura
actual nos ha puesto en frente para mirarnos y, al mismo tiempo, desconectarnos.