10 de marzo de 2022

EDUCAR PARA LA PAZ

Ya lo sé, soy un ingenuo. Por mucho que cambio de canal, no veo a personas ingenuas como yo que reclamen la paz en el mundo. En los telediarios y programas de debates de televisión, o en las redes sociales, solo contemplo a gente racional que dispara mil discursos justificando la guerra: hay que defender la patria, hay que repeler la agresión, debemos ayudar con armas al pueblo para que se defienda… Debo ser el más ingenuo del mundo porque siento y pienso desde otro lugar.

Me siento identificado con la reflexión de Eduardo Galeano:

«Las guerras mienten. Ninguna guerra tiene la honestidad de confesar: “yo mato para robar”. Las guerras siempre invocan nobles motivos: matan en nombre de la paz, en nombre de Dios, en nombre de la civilización, en nombre del progreso, en nombre de la democracia».

He pasado mi vida profesional como maestro de escuela acudiendo a cursos de educación para la paz. He sido durante años coordinador del proyecto Escuela Espacio de Paz. He resuelto, en la asamblea de mi aula, situaciones conflictivas mediante la comunicación, el debate, la discusión, la empatía y el amor. Es lo que manda la legislación de todas las administraciones de mi país. Siempre creí que si quieres la paz debes prepararte para la paz, y nunca para la guerra. En esta idea eduqué a mi alumnado. Pero, mira por dónde, me siento un ingenuo porque, los mismos poderes que instaron para que educara para paz, ahora justifican la guerra.

Creo que la educación ha fracasado. Algo estamos haciendo mal como sociedad. Puede que los políticos hayan considerado a la educación como un entretenimiento para los párvulos porque no son productivos ni votan. Siempre hubo una desconsideración de la infancia y, por ende, del profesorado que se dedica a ella con toda ilusión. Aunque también es posible que el sistema educativo se sustente en una estructura y metodología con criterios de individualidad, competencia y homogeneidad, en vez de basarse en ideales de cooperación, bien común y diversidad. El caso es que no hemos educados para una paz verdadera.

Quizás sea que, en la sociedad de consumo, también se venda material de guerra y esto genere beneficios para algunos poderes. Es posible que en la era mercantil las energías sean una forma de enriquecimiento para mucha gente. Quizás la guerra sea un medio de enriquecimiento para poderosos. Lo que es seguro es que los muertos siempre los pone el pueblo, de cualquier bando, de cualquier país, de cualquier ideología. Siempre hay señores de la guerra que salen ganando y soldados de a pie que pierden dinero y vida. Es posible que los soldados, que fueron a la escuela, no aprendieran que la patria es una entelequia, que lo que importa son las vidas humanas. Y en eso quizás, el profesorado y la administración educativa, tengamos alguna responsabilidad.

Gandhi luchó por la independencia de su país, contra el mayor imperio de su tiempo, mediante la desobediencia civil no violenta. Y ganó. No hemos aprendido nada de ello. Está bien reconocer a este líder espiritual en todos los actos escolares en el día de la paz, pero hemos aprendido poco de lo que dijo:

«Ojo por ojo, el mundo acabará ciego».

«La violencia es el miedo a los ideales de los demás».

Quizás Gandhi fue un ingenuo, como yo, pero ganó la independencia y la dignidad de su pueblo mediante la paz. Estaría bien aprender de ello.

Imaginad: todo un pueblo con las manos pintadas de blanco, pidiendo paz, frente a los tanques, frente a las bombas, frente al odio… No hay mayor poder que el de quien no quiere luchar. Ya lo dijo Gandhi: «No hay camino para la paz, la paz es el camino».


6 de marzo de 2022

EL INFINITO EN LA ESCUELA

He disfrutado leyendo el ensayo de Irene Vallejo El infinito en un junco. Este maravilloso texto, que versa sobre el devenir de los libros a través de la historia, nos muestra cuándo aparecen las primeros escritos, cómo surgieron los papiros, la importancia de las personas que memorizaban las enseñanzas de los grandes pensadores, qué influencia tuvo la Gran Biblioteca de Alejandría en el desarrollo de la humanidad y las consecuencias de la destrucción de su legado para el porvenir de la vida humana. En definitiva, cuenta los acontecimientos trascendentales, sociales y políticos, que permitieron la trasmisión del saber a lo largo de la historia. Porque somos lo que somos gracias a la escritura y a las personas que hicieron posible su conservación, difundiendo el saber de cada época y soportando las inclemencias de cada tiempo. He aprendido que sin la memoria que se ha transmitido en lo escrito no seríamos nada.

Me sorprendió en este ensayo cómo los grandes filósofos de la Antigua Grecia recelaban de la escritura. Hasta entonces, existía la trasmisión oral, y los textos estaban en la memoria de personas sabias. Existían verdaderas bibliotecas vivas que albergaban el saber de su época en su mente. Con la aparición de la escritura dejarían de ser imprescindibles los narradores, que tenían el conocimiento en sus cabezas y, por consiguiente, mermaría la capacidad de memoria en los seres humanos. Además, con la escritura, la gente dejaría de pensar por sí mismo, sólo repetirían los textos escritos de los grandes pensadores. Ese mismo dilema se plantea hoy día con las redes sociales. Si todo está en internet, la gente dejará de pensar y solo copiará y trasmitirá lo que han difundido otras personas. Ya se sabe que la mayoría de los internautas no son más que poster de telégrafos que transmiten la información que les llega sin contrastar y sin apenas haberlas leído. Menos mal que siempre hay gente que piensa y crea. ¡Menos mal!

Para educar hay que ser muy leído, cultivado, amante de la cultura, consciente de las dificultades políticas de cada tiempo, solidario con las vicisitudes que sufrieron muchas personas para ser reconocidas como tales: variabilidad cultural, inmigración, mujeres, diversidad sexual, discapacidad... Y es por eso que debemos, además ser personas cultas, tener una implicación ética y política con el momento histórico en el que vivimos. Porque educamos para mejorar a las personas y, por consiguiente, a este mundo en el que vivimos.

Por tanto, debemos trasmitir a nuestro alumnado el amor por los libros, porque en ellos está nuestra cultura, nuestra historia, lo que somos como civilización. Porque las maestras y los maestros enseñamos mucho más que las letras. Debemos ser trasmisores de nuestro legado, de nuestra cultura. Podemos propiciar que los estudiantes se nutran del progreso de nuestro pasado y sean testigos para las generaciones futuras. 

En la formación del profesorado, a veces, somos cortos de mira. Realizamos cursos de perfeccionamiento muy específicos sobre técnicas concretas de cómo leer, escribir o trabajar las matemáticas; sobre las tics, meteorologías o inteligencias múltiples. Pero un buen docente debe ser, además, alguien instruido. Porque en las escuelas enseñamos lo que somos, lo que hemos vivido, viajado, cocinado, aprendido, amado o leído. Tenemos la responsabilidad de ser personas cultivadas. No podemos ser maestro, maestra, profesorado de instituto o de universidad, sin tener en casa una biblioteca con varios centenares de volúmenes. ¡Qué menos! Porque sólo desde la cultura podemos generar gente culta.

Debemos estar capacitados para ser puentes entre el pasado y el prometedor futuro del alumnado que formamos. Porque la escuela fue, y debe seguir siendo, el lugar donde los conocimientos sobre nuestra historia germinen en las futuras generaciones, para que no se pierda nuestra memoria, para que no cometamos los mismos errores del pasado, para poder proyectar un futuro esperanzador, teniendo en cuenta que el infinito de la humanidad comenzó allá en Egipto, en papiros hechos de juncos, en donde nuestra civilización comenzó a escribir una prometedora historia futura.