7 de abril de 2022

POR DIEZ MINUTITOS DE NADA

Desde hace años, trabajando en educación infantil, yo entraba al colegio diez minutos antes de lo estipulado para organizar mi clase y mi mente inquieta. Abría las ventanas para que entrara la luz del nuevo día, ordenaba un poco el espacio y me acomodaba a la dura tarea que me esperaba bregando con veintitantas criaturitas de tres, cuatro o cinco años, durante cinco horas seguidas, que tiene su dificultad.  

Esos diez minutitos que llegaba antes al aula permitían conectarme con la realidad: saludaba a las niñas y niños de la clase de uno en uno y dialogaba con las familias, que me contaban las incidencias de la noche, cómo se encontraban emocionalmente o cualquier contrariedad que necesitaran compartir. Cuando llegaba la hora establecida, nos íbamos a la asamblea despacito para ponernos a trabajar. El alumnado había tenido tiempo de aclimatarse al nuevo espacio, saludar a sus amistades, mitigar la angustia del cambio tan profundo que supone pasar del cálido hogar a una fría institución escolar, y yo apaciguaba mi alma para la incertidumbre que siempre produce la tarea de educar.  

Estos diez minutitos de nada no fueron bien vistos por algunos compañeras y compañeros de mi colegio. Buscaron mil argucias para criticarlo: porque aún no era la hora estipulada, porque las familias no deben entrar a la escuela, porque el alumnado tiene que ponerse en fila como siempre se hizo, que si el timbre no ha sonado, que «si patatín, que si patatán». Muchos conflictos supusieron defender mis criterios pedagógicos, acordes con el respeto a la infancia, contra las costumbres anquilosadas en la organización escolar.

Pero, ¡mira por dónde!, después de treinta años de lucha, llegó una pandemia y el protocolo oficial obligó a que todo el profesorado estuviera diez minutos antes en sus clases para que el alumnado entrara con distancia de seguridad. Y sin criterio pedagógico alguno, solo por motivos sanitarios, empezó a cambiar la escuela gracias a esos diez minutitos de nada que ahora eran de obligado cumplimiento.

La primera consecuencia fue que los familiares no se aglutinaban, todas a la vez, en la puerta del centro, esperando la hora exacta de entrar, aparcando en cualquier sitio, formando un sinfín de problemas de tráficos que ponían nerviosas a las familias y, por consiguiente, a sus hijas e hijos, que entraban al cole con el mal humor provocado por un caos monumental.

Lo bueno que pasó fue que las niñas y niños entraron al centro de uno en uno, que saludaban y decían buenos días, que se mostraban tranquilos y que en la puerta del colegio ya no se producía conflicto alguno porque el tráfico fluía con normalidad. Además desaparecieron las filas y el timbrazo antes de entrar.

Los centros educativos, como cualquier organización social, son resistentes a experimentar cambios en su funcionamiento, porque las liturgias y costumbres se osifican en sus estructuras resistiéndose a ser demolidos. Son como organismos humanos que crean mecanismos de defensa ante cualquier agente patógeno extraño amenazante.

Muchas rutinas y prácticas de las escuelas, quizás, fueron necesarias en su momento pero hace tiempo que perdieron su función. No obstante, perduran, hoy día, en la mayoría de los centros educativos y son muy difíciles de cuestionar. Y es que asumimos hábitos mentales imposibles de erradicar. Entre ellos están: la sirena  como reclamo temporal, la fila en la entrada, el sentarse de uno en uno, el no poderse levantar, el libro de texto como axioma, las asignaturas con sus rígidos horarios… y muchas costumbres más.

Esperemos que los cambios que ha traído la pandemia en los colegios, a pesar de tantos males, se queden para siempre, porque han mejorado la humanización de las escuelas, aunque haya sido de forma casual. ¡Merece la pena, un cambio profundo en la escuela por diez minutitos de nada!


1 de abril de 2022

LIBROS DE TEXTOS QUE NOS IMPIDEN APRENDER

Carlitos, es un chico de primer curso de Primaria que está empezando a leer y escribir. Es sabido que el alumnado tiene diferentes ritmos de aprendizaje en la adquisición de esta destreza, en función de su madurez, ambiente cultural y otras peculiaridades. Carlitos debería estar muy contento porque ha realizado la hazaña más determinante de su vida académica: ya comienza a dar significados a esos grafismos que son muy importantes para la comprensión de la vida cultural. Pero la escuela no deja que disfrute de ese momento tan especial. Ahora que sabe cómo se hacen las letras le obligan a leer en un libro de texto de primer curso en donde los grafismos han cambiado. La b ya no es la que conoce, ahora aparece como b. Y este nuevo dibujo se parece mucho a la d. Y si le das la vuelta es como una p, que al revés es la q. Ahora que sabía cómo se escribían las letras han cambiado las reglas de codificación. Y es por eso que se siente torpe, incompetente y con baja autoestima. Porque lo que dominaba, después de mucho esfuerzo, ahora cree no saberlo. 

Ocurre que los libros de textos de primer curso de Primaria no tienen en cuenta los momentos evolutivos de cada etapa de la infancia. Quienes hicieron esos textos no saben que el cerebro de una personita de 6 años percibe que una silla es una silla aunque este bocabajo, mirando hacia la izquierda o hacia la derecha. El cerebro está preparado para ver los objetos independientemente de su situación espacial. Y es por eso que no comprende que una p sea distinta de una q, de una b o de una d. Cuando el cerebro madura, allá por los 7 ó 8 años, distingue la lateralidad de los grafismos y ya está preparado para aprender a leer sin problema. Como el alumnado crece a diferentes ritmos hay que dar oportunidad a quienes aún no están en el momento adecuado. En todas las clases hay, al menos, un año de desfase de maduración entre todo el alumnado; así que un tercio de la clase se quedará descolgado porque aún no está maduro para integrar la complejidad de las nuevas reglas de lectura y escritura. Otro tercio lo aprenderá a duras penas. Pero el profesorado, quizás, solo se fije en el tercio que responde a las exigencias. Así se genera una estratificación del alumnado entre listos, normales y torpes, con la consecuente suerte de autoestima diferente para cada niña y niño de clase.

Vemos a menudo en la escuela que los libros de textos segregan al alumnado con menos madurez, con pocos recursos o menos estimulación sociocultural, creándoles dificultades en la adquisición de competencias en la compresión y expresión de textos. Ante esta situación el profesorado intenta hacer lo que puede compensando la incompetencia de políticas educativas desacertadas que validan libros de textos inapropiados.

El tema no es baladí, porque los libros de textos de primeros cursos de Primaria no tienen en cuenta estas cuestiones, y al poner tipografías caligráficas inapropiadas para estas edades, además de textos excesivos, están segregando al alumnado que aún no tiene la madurez suficiente para asimilar tales cambios. Y, sin querer, están condenando a las chicas y chicos menos maduros a una codificación de torpes.

Muchas veces se cosifica a las niñas y niños en el colegio con diagnósticos de dislexia, falta de atención, retrasos en el desarrollo y otras etiquetas cuando, en la mayoría de los casos, no hay más que un libro de texto desacertado que no deja tiempo para dejarles madurar. Entonces, un problema de enseñanza se convierte en un déficit en las personas. En vez de diagnosticar una carencia en la metodología, diagnosticamos al alumnado que encuentra dificultades debido a su madurez natural. Constatamos pues que, en educación manda el mercado y las editoriales a costa del sufrimiento de la infancia y, siempre, con la complicidad de las administraciones educativas, que avalan a editoriales carentes de criterios pedagógicos.