29 de septiembre de 2024

EL MITO DE LA RELIGIÓN

Que las religiones surgen en la historia por una necesidad imperiosa, dando respuesta a nuestra ignorancia, al desamparo en que vivimos, creando certezas que mitiguen nuestra angustia vital…, no tengo la menor duda. Pero desde que la razón se impuso en la historia se ha desquebrajado todas las religiones existentes: por sus mentiras, invenciones, relatos inciertos y, sobre todo, por su maridaje con el poder. 

En estos momentos están matando a miles de personas inocentes en el mundo y los cristianos se manifiestan, en La Semana Santa, por una muerte mítica de dudosa existencia. Todo un símbolo que pretende mitigar la angustia existencial ante la muerte, ignorando las muertes verdaderas. Lo mismo hace las demás religiones y creencias.

Parece que necesitamos mitos que nos alumbren en la vida. Hay mitos políticos, religiosos, ideológicos y ancestrales. Solemos buscar razones simbólicas que den sentido a nuestras vidas. La importante no es que los mitos sean verdaderos, ya sabemos que son cuentos. Lo esencial es que nos ayuden a vivir. Porque he visto a gente sintiendo emociones espirituales mientras adoraba a una imagen católica, a un Buda o a una diosa de la fertilidad, aun sabiendo que son estatuas de madera. El caso es que los mitos nos alimentan el alma para seguir luchando en esta vida que suele tener momentos ingratos.

Conozco a gente que al final de su vida encontraron la fe, ya sea por miedo o por si acaso. Yo, en cambio, recorrí el camino contrario. Comencé en el Seminario intentando creer; pero con los años, cuando di la vuelta al jamón, me volví más ateo que nunca. Cinco años en el seminario y Dios se me escapó entre los dedos. Le di una oportunidad, pero no estuvo a la altura. No supo explicarme tantas mentiras de santos, tantas muertes en la infancia, tanta injusticia, tanta riqueza de La Iglesia, tanta pederastia, por qué las mujeres no pueden ser sacerdotisas o papas, tantas guerras malditas…, en fin, tanta injusticia injustificada. Ya sé que la fe no es una cuestión racional sino una creencia, una fe que solo Dios te otorga. Esa es la coartada.

Comprendo todo intento de lucha por la supervivencia y de aplacar la angustia vital, pero quizás debamos aprender a vivir en la incertidumbre y en armonía con La Naturaleza, en la certeza de que somos polvo antes y después de la vida. Es lo que hay, no hay más. O lo asumes o vives un espejismo de mitos inexistentes, aunque, a veces necesario. Acepto que la gente los tenga, quien soy yo… Pero no debemos engañarnos. Como dicen en mi pueblo: lo que hay es lo que es. Y no hay más cera que la que arde, y después de vivir viene el morir. Pero, mientras tanto, vivamos sin pensar demasiado en un futuro incierto que nos impida el disfrute, ni aceptemos mil historias fantásticas que nos nieguen la posibilidad de descansar en paz. Pues sin aceptación de la muerte no hay vida posible. 

Los seres humanos debemos asumir que vivimos en la incertidumbre, que somos parte de La Naturaleza, que como decía un alumno de mi clase: mi abuelo murió porque se quedó seco como las plantas. Como el resto de la naturaleza, nos secamos y morimos, pero dejamos semillas que siguen viviendo. Así es la vida. Ya sé que la mente de los seres humanos es simbólica y crea, construye e imagina siempre un final feliz. Y es bonito que lo haga. Pero eso solo sirve para seguir viviendo esperanzado. Que no es poco, y acepto toda religión, ideología o creencia que intentan dar respuesta al soliviando del vivir. Pero hay que aceptar que la vida se seca, como decía mi alumno. Quizás necesitamos de otros mitos que mitiguen la angustia vital.

No creo en pensamientos dicotómicos, de blancos y negros, sin grises. Las cuestiones son siempre complejas. Una cosa es luchar contra las iglesias hegemónicas, otra es luchar contra la fe; y otra muy distinta es lucha contra el poder. Y dentro de los ateos también hay grises: los hay que profesan religiones naturalistas, de derechas, de izquierdas o veganas, ya lo sé; pero también hay personas que no aceptan verdades absolutas y luchan por el bienestar y felicidad de las demás personas, independientemente de sus creencias. El mundo es complejo, en eso estaremos de acuerdo. Y no debemos simplificar para provocar desencuentros entre quienes solo queremos disfrutar del poco tiempo que vivimos antes de quedarnos secos. Y quienes prefieran creer en dioses que prometen disfrutes después de muertos, allá ellas. La cuestión es vivir la vida sin molestar demasiado a las demás personas. Esta religión, profeso.

 

12 de julio de 2024

EN BUSCA DE LA PSICOMOTRICIDAD PERDIDA

En el aula de Educación Infantil, cada día, movemos el cuerpo y el alma: baile, juegos, teatro, canciones, cuentos… Los martes toca psicomotricidad y vamos al salón de usos múltiples; y jugamos con algún elemento que interactúa con nuestros cuerpos: pelotas, pañuelos cuerdas, ladrillos, picas, colchonetas o cajas de cartón. Hoy toca periódicos. Pongo música suave y despliego cada hoja en el suelo: despacito, al ritmo de la música, con parsimonia. El alumnado expectante, como siempre. Cuando tengo todo el suelo cubierto de papel, invito al alumnado a que me siga. Ando muy despacio sobre cada hoja, con cuidado, para no romperlas, al ritmo de una música lenta. Ya han sentido el ritmo y se mueven despacio, con la cadencia exigida. Van andando con cuidado sobre los diarios, para no romperlos, sobre la realidad impresa, sobre las noticias del mundo. 

Después de un tiempo, cambio la música. Ahora es un ritmo galopante que invita a desinhibirse. Comienzo a coger hojas del suelo, hago bolas de papel y se las tiro a mi alumnado. Ellos quedan asombrados, no se lo esperan. Pero los más díscolos empiezan a imitarme. Pronto, toda la clase comprenden el juego, se desmadran y comienza una guerra infernal con bolas de papel al ritmo de la música. Cada cual busca a su enemigo para interpelarle, a su amado para sugerirle, o a su amiga para soliviantarle. Es una guerra sin cuartel, una guerra de entusiasmo, una no-guerra de amor y emociones derramadas. Es un juego divertido para el alumnado porque invita a expresarse, le asombra y le sugiere mil batallas emocionales.

Después de un tiempo de entusiasmo desmedido, de agitación extenuante, de expresión exorbitada, de sentimiento liberador…, cambio a una música relajante. Cojo una bolsa de basura y comienzo a echar papeles en ella. Todos me imitan hasta llenar la bolsa y dejar el suelo limpio de nuevo. El aula queda intacta y nuestros corazones se relajan al compás de la música.

Invito a que se sienten y levanten la mano para expresar lo que ha sentido cada cual. Expresan con palabras lo que antes fue cuerpo, alma y emoción. Mientras hablan se van relajando y atan sentimientos con palabras.

Volvemos al aula y nos ponemos a trabajar. La clase está tranquila, atenta, centrada, equilibrada. Porque primero está el cuerpo, las emociones, los sentimientos…; luego vine el pensamiento a través del lenguaje; y así estamos preparados para que el intelecto se active y pueda aprender.

Pues resulta que ya no se hace psicomotricidad en muchas escuelas de Educación Infantil. Y me he preguntado cuándo se perdió esta necesaria costumbre. Indago y pienso que, quizás, se ha producido un cambio en el sistema educativo y no hemos sido conscientes. Porque si la administración educativa solo controla la burocracia resulta que lo que no está escrito no existe. Así que a escribir, a rellenar libros y fichas, a trabajar solo con lo que objetivamente deja constancia. Y es evidente que la psicomotricidad solo deja huellas en el alma, como los cuentos, el teatro o la música.

La psicomotricidad, tan necesaria, es difícil de materializar. Si lo que importa es lo que se escribe dejando constancia, pues el cuerpo en movimiento solo deja señales en el alma, y es difícil de evaluar.

Quizás deberíamos releer a Lapierre y a Aucouturier[i], para tomar conciencia de que, en Educación Infantil, hay que empezar por el cuerpo. Ese cuerpo que solo cuando se mueve conecta con el alma y el intelecto.



[i] LURDES MARTINEZ MINGUEZ (2023): PSICOMOTRICIDAD. PIKLER, LAPIERRE, AUCOUTURIER Y UAB DIFERENCIAS CONECTADAS. EDITORIAL GRAO- 9788419788276

 



[i] LURDES MARTINEZ MINGUEZ (2023): PSICOMOTRICIDAD. PIKLER, LAPIERRE, AUCOUTURIER Y UAB DIFERENCIAS CONECTADAS. EDITORIAL GRAO- 9788419788276

 

20 de junio de 2024

LA ATENCIÓN ROBADA

Hoy en día, el trastorno más diagnosticado en los Centros Educativos es el TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad). En Estados Unidos, el porcentaje de niños y niñas diagnosticados es tan elevado que podríamos hablar de pandemia. Quizás, a veces, el problema no esté en el alumnado, sino en la sociedad que nos ha tocado vivir. Y es que suele confundirse las causas de los problemas con sus consecuencias.

Mi modesta hipótesis, que expongo para discusión, es contraria a lo comúnmente aceptado: no existe un déficit de atención en las nuevas generaciones, sino un deterioro de la atención causado por la tecnología, que gasta nuestra atención de tanto usarla. Paradójicamente, en la época donde más  atención se genera es donde más déficit de atención se diagnostica.

La televisión y los dispositivos móviles excitan la atención de la infancia para luego robársela. Si comparamos los dibujos animados de hace 20 años con los actuales, comprobamos que las secuencias de antaño se construían con pocos planos invitando a una comprensión pausada. En cambio, los dibujos animados de los últimos tiempos cambian de plano continuamente, excitando la mente en demasía, estimulando sobremanera, generando ansiedad constante y dificultando la comprensión. Además, otros elementos narrativos, como la música estridente, los colores excesivos y la proliferación de primeros planos emocionales, estimulan en demasía la tierna mente de quienes aún están en construcción permanente.

La infancia tiene un ritmo lento de crecimiento que posibilita la construcción de conocimiento y un desarrollo saludable. Si forzamos a las nuevas generaciones a una velocidad excesiva de procesamiento, respondiendo de forma automática a estridentes estímulos sensoriales, crearemos mentes ansiosas, incapaces de comprender y con nefastas consecuencias: una infancia sobreestimulada, con sintomatología hiperactiva, con dificultades para atender las explicaciones en la escuela, incapaces de concentrarse en la lectura de un libro o de tener la paciencia suficiente para comprender racionamientos complejos.

En los últimos tiempos aparece un pequeño artilugio rectangular, una pantalla muy sensible y gratificante que, como la lámpara de Aladino, estimula nuestros deseos. Y es sabido que el deseo desmesurado desata nuestra ansiedad. Así que estamos todo el día acariciando el espejo, buscando y gastando tiempo para satisfacer necesidades de forma inmediata, derrochando nuestra atención, en busca de una felicidad siempre insatisfecha.

Es por eso que nos falta interés para las cosas importantes. Y en la escuela, las niñas y niños llegan faltos de atención porque ya la gastaron con juegos infernales, fotos narcisistas y vídeos de inútiles influencers. El artilugio dichoso nos mira a los ojos con vivos colores y movimientos hipnóticos, mientras nos mete la mano en la cartera y solivianta nuestras mentes ingenuas, robándonos la atenta mirada, la escucha precisa, la comprensión necesaria.

Los adultos gastamos demasiado tiempo en florituras con el celular, pero nuestra generación ya construyó su cerebro reflexivo, simbólico, crítico, estético y ético. Lo más grave lo sufre nuestra infancia, porque está construyendo la máquina de pensar de forma defectuosa. Las capacidades superiores de la mente son la simbolización, la reflexión, la creatividad y la conciencia. Pero las pantallas funcionan con nuestros instintos más primarios, como el perro de Pávlov, estímulo-respuesta, impidiendo desarrollar las instancias superiores de nuestra mente.

La atención es la nueva moneda de cambio, como las especies o la sal en tiempos pasados. Quienes dominan la atención obtienen el poder, votos y dinero. Y existe un nutrido grupo de marketing managers, publicistas, especialistas en comunicación, incluso algunos psicólogos, que se han vendido al poder, por treinta monedas de plata, para robar (gestionar, lo llaman) nuestra atención. Y es que la persuasión es el negocio más rentable de nuestro tiempo.

Los Centros Escolares, LA Administración, La Inspección Educativa, Las Direcciones, El Equipo de Orientación y Los Agentes de la Salud, suelen culpabilizar al alumnado del desvarío, diagnosticando de forma generalizada el déficit de atención al alumnado, sin ni siquiera ponerse a pensar que quizás es un déficit de la sociedad en que vivimos; y expenden diagnósticos, medicamentos, terapias y culpas a quienes solo son las víctimas del sistema. 

Antes de ofrecer la solución a un problema, debemos hacer un buen diagnóstico. Porque, quizás, el déficit de atención en el alumnado solo sea un excesivo desgaste promovido por poderes desalmados que buscan beneficios a cualquier coste. Se necesita amplitud de mira para no diagnosticar siempre al elemento más débil del sistema.

Quizás, el problema no está en el alumnado, sino en instancias superiores que nos roban la atención sin que  nos demos cuenta; porque nunca hubo tanta atención derramada, pero la malgastamos sin darnos cuenta.


11 de junio de 2024

PRÓLOGO DEL LIBRO DE MARI CARMEN DÍEZ: CONTIGO APRENDÍ

Contigo aprendí

Que existen nuevas y mejores emociones.

Contigo aprendí

A conocer un mundo nuevo de ilusiones.

Aprendí

Que la semana tiene más de siete días,

A hacer mayores mis contadas alegrías

Y a ser dicho yo contigo aprendí.

Contigo aprendí

A ver la luz del otro lado de la luna.

Contigo aprendí

Que tu presencia no la cambio por ninguna.

Descubrí

Que puede un beso ser más dulce y más profundo.

Que puedo irme mañana mismo de este mundo.

Las cosas buenas ya contigo las viví.

Y contigo aprendí

Que yo nací el día en que te conocí.

Armando Manzanero.

 

En mi libro “Pensando en la Infancia”, Mari Carmen hizo el prólogo iniciándolo con una samba titulada “El eterno aprendiz”, y yo hoy tengo el honor de invitarle a bailar con el bolero de Armando Manzanero “Contigo aprendí”. Y es que la  música siempre estuvo en nuestras vidas, en nuestras aulas, en la educación de esta etapa tan esencial que es la Educación Infantil. Y el aprendizaje siempre fue protagonista de nuestro quehacer educativo frente al llamado proceso de enseñanza. Porque pusimos el acento más en quien aprende que en quien enseña. Eduardo Galeano nos mostró que la vida es un fueguito que brota desde dentro. Las maestras y los maestros solo debemos poner las condiciones para que el fuego prenda en cada uno de los corazones de la chiquillada.

Este libro tan especial me recuerda todo eso que yo aprendí de Carmen Díez. He tenido el privilegio de mejorar como maestro con todas sus publicaciones, conferencias, cartas, encuentros y conversaciones. Mari Carmen Díez Navarro es un referente, no solo para mí, sino para todo el profesorado de Educación Infantil de este país y parte de Sudamérica, y ha sido una guía para que muchas escuelas infantiles se vuelvan más saludables, sensibles y amables con la infancia.

Mari Carmen, contigo aprendí a escuchar a los niños con esa «oreja verde» que tú nos regalaste. Contigo aprendí a poner el alma en la mirada de la infancia. Contigo aprendí a escudriñar en «el piso de abajo» de las niñas y niños del aula, allá donde se forjan los afectos y las emociones. Contigo aprendí a hacer arte con cualquier objeto cotidiano que tiramos a la basura. Contigo aprendí que los cuadernos de aula no deben ser «del todo pedagógicos» sino que deben estar llenos de vida. Contigo aprendí que no sólo educamos sino que somos generadores de salud, bienestar y vida. ¡Contigo aprendí tantas cosas!

Mari Carmen, con este libro también pones en valor (que así se dice ahora) toda tu historia de niña, lo que te enseñaron tu madre, tu padre, tus abuelos o tus vecinas. Reconoces la influencia que tuvo en ti, como maestra, esos cuentos, canciones, juegos, historias y experiencias de tu niñez. Es por ello que con este libro también tú digas “contigo aprendí” a todos los antepasados que te ayudaron a crecer. Y nos dejas un mensaje educativo que no debemos obviar: recuperar todo lo vivido y disfrutado de nuestra niñez que es el mejor material con el que podemos enseñar. Porque educamos con lo que aprendimos, con lo que sentimos, con lo que vivimos…, en fin, con lo que somos.

El caso es que yo aprendí que Mari Carmen aprendía de las niñas y los niños mientras ellos aprendían de ella. Su alumnado la recuerda siempre y ella lo recoge en estas páginas, ahora que ya son médicos, ingenieras, maestros o abogadas…, y siempre personas. Con ella aprendieron mil historias, cada cual cosas distintas. Porque, como buena maestra, siempre respetó la diversidad en el aula, mucho antes que la diversidad fuera palabra sagrada, Ella siempre profesó que cada cual aprende a su forma y manera, que somos diferentes y que cada quien tiene su fueguito que le arde por dentro en su momento y a su manera, y es necesario respetar el deseo y el entusiasmo, porque ese es el motor que nos mueve en la vida.

Este libro nos muestra lo esencial que podemos aprender de Mari Carmen, porque está lleno de vivencias desde la experiencia cotidiana del aula, desde el recuerdo que la emoción deja grabada en la memoria, con experiencias y actividades cotidianas que nos transporta a la esencia del aprendizaje y a la construcción de personas saludables.

El libro está estructurado en tres partes tituladas: Aprender, Criar y Convivir. Podría haber titulado: enseñar, educar y socializar, pero no es lo mismo. Porque Mari Carmen siempre huyó de las palabrejas psicológicas y pedagógicas para narrar lo que pasa en su aula; por eso siempre utiliza palabras comprensibles, sentidas y, a la vez, profundas. Emplea un vocabulario más cercano a la música que a la racionalidad científica. Y es, quizás por eso, que su enseñanza se nos cuela en el alma.

Y cuando en la primera parte habla de aprender, cuenta mil historias que pasaron en su aula de las que hace reflexiones profundas mientras su alumnado juega en el patio. Y realiza narraciones singulares sobre las actividades cotidianas que acontecen en el aula de infantil, como contar cuentos, recitar poesías, jugar o trabajar en los «ricos talleres». Y siempre con la emoción presente. Y es que como ella dice: «enseñar y aprender son verbos muy afectivos».

Y cuando en la segunda parte escribe sobre criar, analiza con palabras sencillas y ejemplos cotidianos la complejidad de esta sociedad tan contradictoria en la que vivimos y los problemas que genera en el alumnado; y plantea que también debemos intervenir desde la escuela sobre las dificultades que la sociedad plantea. Explica con palabras coloquiales como afrontar la muerte, las separaciones, los límites, la violencia, las excesivas pantallas o los conflictos que a diario contempla la infancia. Además critica cada «modernura» que nos llega con nombres supuestamente científicos que quieren dar soluciones definitivas a los problemas de la escuela, pero que solo ponen luces de neón a lo que se ha hecho toda la vida de forma natural.

Y cuando en la tercera parte nos habla de convivir nos narra anécdotas de su colegio en las que comprendemos que nadie se educa solo, que la educación solo es posible desde el convivir de los seres humanos; porque nos construimos juntos, con las demás personas. Por eso en su aula siempre organiza encuentros, asambleas y discusiones compartiendo pareceres sobre cualquier tema. Pero, sobre todo, escribe, reescribe y argumenta de mil maneras, con citas y anécdotas por doquier, que la Educación infantil es la etapa más importante de la vida. Cuando habla del convivir también trata sobre cómo nos educamos fuera de la escuela; con el cartero, con los juegos y cuentos de la abuela, con la vida familiar, con las pantallas y los videojuegos, Porque convivimos con todo lo que nos rodea y ahí radica la complejidad de la formación de la infancia en este mundo tan complejo. Ya se sabe que educa toda la sociedad con sus valores y sus miserias.

Ya conocíamos que Maricarmen tiene una oreja verde, como la que describió Rodari, capaz de escuchar el lenguaje de la infancia, pero en este libro, además, tiene una mirada especial, capaz de escudriñar cualquier movimiento o conversación de la chiquillada, ya sea en clase, en un tren o mirando por la ventana a la vecindad. Por eso debemos aprender de ella, porque antes de dar soluciones a los problemas ha realizado un buen diagnóstico sobre la realidad de la infancia con su oreja verde y su atenta mirada.

Gracias, Mari Carmen, por seguir regalándonos libros como quien regala flores, para que podamos seguir oliendo a azahar y a jazmín, mientras decimos al unísono: ¡contigo aprendí!

Gracias por regalarnos este libro con el que seguiremos aprendiendo de ti.

 

Cristóbal Gómez Mayorga

«El eterno aprendiz»

 

 

 

5 de junio de 2024

EL MONITO GUGÚ. UN CUENTO PARA MITIGAR LA ANGUSTIA DE LA SEPARACIÓN.

Después de dos años de jubilado como maestro, me aborda una maestra de Educación Infantil dándome las gracias por mi proyecto sobre El Monito Gugú. Es una narración que suele realizar en su aula porque funciona para mitigar la angustia que produce la separación de su alumnado en los primeros días de escolarización. Me dice que su alumnado le pide a diario que narre el cuento y le cante la canción, y que todos quieren llevarse el monito a casa. 

Es bonito, después de tanto tiempo, recoger los frutos de semillas sembradas. Pues hace veinte años que regalé a los cuatro vientos, en conferencias y jornadas, un cuento con canción y actividades que en mi clase funcionó. Y mira por donde, después de tantos años, el monito Gugú sigue dando seguridad y cariño a la infancia en esos momentos de desamparo al entrar en una institución como la escuela.

El periodo de adaptación de los niños y niñas de tres años que por primera vez entran en la escuela es uno de esos momentos existenciales conflictivos que necesitan de la narración para elaborar la nueva realidad.

Y es que «la narración es un conjunto de palabras ordenadas de tal forma que impregna el alma de los niños y niñas y ata con lazos los sentimientos más desaforados para que no se desboquen».[i]

En este cuento se trabaja sentimientos como: la angustia de la separación,  el amor, la tristeza, la alegría,

Y se trabajan valores como: la aceptación de la diferencia, la capacidad de frustración, la espera, la ayuda, la solidaridad, etc.

El cuento ¡Mua!, de Jez Alborouch, narra la hazaña de Gugú[ii], un pequeño monito que se pierde en la selva y busca a su mamá. La separación de la madre le deja afligido, sobre todo cuando ve a los demás con sus respectivas madres. En un largo camino por la selva a lomo del elefante, tropieza con diversas familias de animales, hasta que al fin encuentra a su mamá. El cuento acaba con una maravillosa imagen del abrazo  con su madre.

Existen dos formas diferentes, en la búsqueda de la verdad, en función del objeto de conocimiento. Por un lado están las ciencias empíricas que empleamos para las cosas simples, concretas, objetivas y controlables. Pero en la vida nos topamos a diarios con situaciones complejas y difíciles que debemos dominar. Para ello contamos con la narración como una forma rica y compleja de comprender la realidad. Eso nos enseña Bruner en su libro La educación puerta de al cultura.[iii] Los cuentos son los mitos idóneos para la infancia; son narraciones que representan un conflicto existencial que resuelve de forma simbólica, por lo que pueden ayudar a los niños y niñas a asumir los conflictos vitales que les suponen la adaptación al mundo, la separación de sus familias y la conquista de su autonomía.

 Letra de la canción:

 Cuanto más chiquito

el corazón más blandito. (bis)

El monito Gugu se ha perdido

y llora porque mamá se ha ido. (bis)

Cuanto más chiquito

el corazón más blandito. (bis)

La mamá ve a Gugu desde lejos;

le trae cacahuetes, le da besos. (bis)

 

Música:

 


 

 


 

 [i] Gómez Mayorga, C. (2000): Atando sentimientos con palabras. MCEP. Sevilla.

 

[ii] Alborouch. Montena, Jez (2000): ¡Mua! Mondadori, S.A. Barcelona.

[iii] Brunesr, J. (2013): La educación puerta de la cultura. Visor.

16 de mayo de 2024

PRÓLOGO A LIBÉLULA INVISIBLE DE J.M. JIMÉNEZ MUÑOS

 PRÓLOGO

Cuando un autor ya ha publicado varios libros, es digno de consideración. Juan Manuel Jiménez Muñoz, mi amigo en la niñez y la adolescencia, fue compañero de estudio, luego médico y, por último, un gran escritor. Pero en medio de todo eso le pasaron miles de historias que hoy, con este libro, quiere sacar a la luz. “Libélula invisible” es una novela autobiográfica escrita mitad con pluma, mitad con el alma: una novela cautivadora que, en ocasiones, se adentra en el ensayo novelado para dialogar con el lector. 

Las constantes pesadillas sobre su padre están en el origen de esta autobiografía salpicada de acontecimientos históricos, unos sucesos que convierten a los protagonistas en libélulas que buscan la invisibilidad. Porque “Libélula invisible” es un título poético que alude a la necesidad de ir de puntillas por la vida cuando nos sentimos vulnerables. Es un título contundente que encubre miedo y dolor justo en la etapa más importante de nuestras vidas: la niñez. A la vez, ser libélula invisible imprime un carácter tímido, con mucho sufrimiento que, irremediablemente, genera desajustes emocionales.

Estrenamos vida cada vez que la familia, la escuela o la sociedad nos regalan trajes nuevos. Estos distintos ambientes se describen de forma magistral en la novela: una niñez amenazada, un internado de curas, unas historias de guerra, mil batallas adolescentes, un convento de monjas, recuerdos familiares alrededor de una mesa camilla, los avatares de un médico de familia… y una madurez precoz a causa de circunstancias adversas.

La vida va dejando roces y descosidos; no todo es disfrute; hay también arañazos en el devenir de la historia. Pues bien, la escritura autobiográfica puede reconstruir cualquier desvarío sufrido en tiempos pasados. «¿Para qué escribe uno si no es para juntar sus pedazos?», dice Eduardo Galeano en El libro de los abrazos.

Es un atrevimiento de la buena literatura hurgar en las entrañas de nuestra niñez: allí nos toparemos, inevitablemente, con el alma desnuda. Ya era talentoso mi amigo Juan Manuel cuando estudiábamos la EGB, y por ello le apodábamos Pitagorín: un apodo con reminiscencias griegas que le venía de perlas, pues era experto en matemáticas, historia y narrativa, y ayudaba a los demás con generosidad y entrega.

Viví con Juan Manuel nuestra etapa más determinante. Primero, la niñez y adolescencia en el internado: esos años de búsqueda de identidad. Luego compartí con él un curso de bachillerato en un piso de estudiantes. Yo hacía la comida mientras él barría la casa de manera voluntariosa. Una profética amistad que rememoramos en esta novela, aunque cambiando los papeles: hoy es él quien guisa un estupendo relato mientras yo escribo un modesto prólogo, como el que barre la cocina; eso sí: con muchísimo cariño.

Las biografías son sanadoras. Porque escribir sobre uno mismo es hurgar en el pasado para transcribir emociones embarradas en la arcillosa mente de la infancia, momento crucial en la construcción de la persona. Eso ha hecho Juan Manuel con este magnífico libro: abrirse en canal para mostrar sus encefalogramas, resonancias, TAC, radiografías y demás técnicas diagnósticas de su propia alma. Como médico siempre buscó una huella biológica en los desvaríos familiares y en su vida. Quizá, en tiempos pasados, confundió cerebro con mente. Pero ahora da un paso de gigante y se atreve a dudar de las evidencias de la biología para indagar en la incertidumbre del ser humano, en las constelaciones familiares, históricas y sociales que nos conforman.

Hay que ser audaz para mostrarse desnudo a los lectores. Pero Juan Manuel, con su excelente prosa, disecciona pulcramente lo más difícil de todo: cómo nos construimos los seres humanos. Y es que en la forja de cualquiera intervienen tantos millones de circunstancias como estrellas en el firmamento, tantas variables como neuronas tenemos, tantas posibilidades como conexiones en nuestro cerebro.

Para indagar en nuestra biografía debemos tener una visión holística. Y en este libro aparece esa complejidad que conforma a los seres humanos: un espacio geográfico como La Axarquía, con su clima, sus costumbres, sus montañas acariciadas por el sol, en donde se trabaja la tierra con sufrimiento; un mar cercano que endulza la vida con su brisa salada; un momento histórico determinado: el franquismo, la transición y un posfranquismo convulso; una familia concreta, con sus secretos bajo la alfombra; y un intento de digerir todas estas circunstancias para salir a flote.

Dijo Eduardo Galeano que «no estamos hechos de átomos, sino de historias». Y Juan Manuel, al escribir este libro, desenmaraña un ovillo de historias para mostrarnos, pasado a limpio y de forma nítida, una explicación coherente de su vida. Él ha abierto su corazón para comprenderse y, mediante la escritura, ha tejido su nuevo semblante que, aunque con cicatrices obvias, ya puede ir luciendo por la vida: médico, escritor, padre de familia, abuelo entrañable y considerado gurú en las redes sociales.

Escribir es la mejor terapia para una persona con un padre que infunde pavor, una madre paciente, unos hermanos sufrientes y un internado masculino y religioso que también deja su huella. Pero, además de novela, “Libélula invisible” es un estudio de caso: esa metodología que parte de situaciones concretas para luego generalizar en teorías. En la historia que se narra hay materia suficiente para teorizar sobre principios esenciales: cómo desarrollamos la identidad en función del contexto; la niñez como etapa determinante en la construcción de una persona, la historia familiar que imprime nuestro carácter, las fallas en la autoestima, las relaciones sociales, el despertar a la sexualidad, el primer amor, las causas de la maldad, la legitimidad del suicidio o el difícil pero imprescindible perdón.

Como buena novela, Libélula invisible tiene su intriga: es «el Aquello», un enigmático suceso que el autor desengrana poco a poco para tenernos expectantes hasta el final. “Aquello” es un pronombre demostrativo al que Juan Manuel sustantiva y da categoría esencial porque le quita el sueño. «El Aquello» designa algo que está lejos en el espacio, en el tiempo y en la mente; algo innombrable, un enigma difícil de traer de nuevo a la memoria por el dolor que generó y sigue produciendo; el germen de un desvarío; la incógnita que da sentido a la historia y nos atrapa en su lectura. Un «Aquello» que recorre la novela como un fantasma y que solo al final, cuando toma cuerpo con palabras, obra el milagro de la sanación.

En definitiva: “Libélula invisible” es una obra magistral que indaga en lo más íntimo del ser humano para extrapolarlo a nuestras vidas, un libro valiente que invita a escudriñar nuestras emociones y a curar nuestras heridas. Porque también los lectores podemos remendar nuestros desgarros leyendo esta entrañable novela.

 

Cristóbal Gómez Mayorga.

29 de abril de 2024

EL PARLAMENTO EN MI AULA

Yo creía que la infancia debía aprender de los adultos; pero resulta que, viendo a los políticos en El Parlamento discutir, insultarse, mentir, sin respetarse, buscando estrategias maquiavélicas para dañar lo más posible, sin amor al prójimo…, me dije: pues en mi aula de infantil, una chiquillada de cuatro años tiene más educación que nuestros representantes políticos.

En mi aula de Educación Infantil, para comenzar el día, los niños y niñas, cuando llegan a la escuela, se sientan en la alfombra con las piernas cruzadas, mirándose a los ojos. Es una liturgia que ya hemos aprendido, aunque el alumnado solo tenga cuatro años. Nos damos los buenos días, no solo con educación, sino con mucho cariño. Nos sentimos pertenecientes al aula, a la escuela, al mismo pueblo…, a la especie humana. La asamblea es la mente y el corazón del aula. En ella construimos conocimientos, nos educamos y establecemos vínculos amorosos.

Unos nacieron en la localidad, pero hay quienes lo hicieron muy lejos: en Perú, Paraguay, China o Marrueco. Los hay con grandes capacidades intelectuales, aunque no pueden andar porque tienen dificultades motoras; algunos son tímidos y otros extrovertidos; los hay altos y bajos, gruesos y delgados; listos en baile, aunque torpes en matemáticas; amantes de la naturaleza, aunque con problemas para estarse quietos; y quienes son muy emocionales, aunque tenga síndrome de Down. Por supuesto, hay niñas y niños, cada cual con sus peculiaridades, y algunas personas que se muestran indefinidas. Nunca osé comprobar su sexo. Yo solo tenía personas en el aula. Mi función como maestro era que construyeran sus identidades, adquirieran conocimientos y se educaran. Y la asamblea dialógica, desde los griegos, era la mejor manera.

Las normas de comportamiento en la asamblea estaban muy claras: levantar la mano para hablar, esperar el turno, escuchar atentamente y respetar las opiniones de los demás, con el máximo respeto, atentos, aprendiendo de las demás personas cuando expresan sus inquietudes y deseos. No importa la procedencia, las capacidades ni los pensamientos de cada persona. La educación es aprender a convivir, en la complejidad de la diversidad humana.

Me dio por pensar:

Quizás, el Parlamento debería ser dirigido por un maestro o maestra de infantil. Porque no dejaríamos pasar ni una: ni insulto, ni descalificación, ni malas formas, ni poca educación. Obligaríamos a pedir perdón ante la más mínima descortesía, mandaríamos a la silla de pensar a quienes faltaran el respeto, y fuera de la asamblea a quienes hacen ruidos mientras habla una compañera o un compañero; porque en una asamblea no se jalea, no se insulta, no se falta al respeto; hemos venido a construir conocimientos sobre la mejor forma de convivir las personas.

Quizás la sociedad ha dado la vuelta, y ahora los adultos tienen que aprender del alumnado de la escuela. Porque en los Centros Educativos hablamos de paz, de integración, de respeto, de diversidad, de convivencia… Mientras, en los parlamentos de todo el mundo, se descalifica e insulta, a la vez que hablan de guerras.

Quizás deberíamos, como quienes pierden los puntos del carnet de conducir, obligar a reciclarse, en la escuela, a los políticos que incumplan las normas básicas de una asamblea. Quizás, nuestros representantes deberían visitar nuestras aulas, para aprender a comportarse como la infancia en nuestras escuelas.

Existe una solución más drástica y revolucionaria, espero que no tengamos que llegar a ella: que gobiernen las niñas y niños de la escuela. Al menos, habría más educación, respeto, escucha atenta, compañerismo, conocimientos compartidos y convivencia.

25 de abril de 2024

LA INFANCIA NO ES RESPONSABLE

Me ha soliviantado la declaración de una maestra, en Cartas a la Directora del periódico El país (22/4/2024), titulada Soy maestra y ya no tengo vocación.

El texto, después de un preámbulo, dice así:

«Soy maestra y ya no tengo vocación. Los niños han podido con ella. Las continuas faltas de respeto, el desprecio a nuestro trabajo y tiempo, las chulerías, la seguridad de que nadie les dirá ni les hará nada. ¿A quién queda por culpar? Si no son los padres son las redes. Si no son las redes, es la sociedad. Me siento más indefensa que los propios niños».

Tan contundente misiva, que se ha viralizado en las redes, merece un mínimo análisis y alguna respuesta, para poner negro sobre blanco, en una cuestión educativa de enorme importancia.

Con este discurso recurrente se está generando una imagen distorsionada de la infancia que habría que matizar, para repartir responsabilidades por toda la sociedad. Aunque emplea 67 palabras en esta declaración, desliza un discurso implícito muy extenso, aunque algo manido, maniqueo y pretencioso, que daña, sobre manera, a las niñas y niños que van a la escuela.

En primer lugar, nada que decir sobre la queja de esta maestra que ya no tiene vocación. Lo siento mucho, de verdad. Vivimos en un mundo complejo y voraz en el que la educación es una de sus víctimas, y el profesorado lo sufres sobremanera. Es lícita la queja si es lo que siente.

Pero me apena que cargue la responsabilidad de la pérdida de la vocación en el alumnado: «Los niños ha podido con ella». ¿De verdad los niños son responsables de la pérdida de vocación del profesorado? Se supone que los expertos somos los adultos, la ciencia pedagógica, las universidades, el profesorado… Creo que el alumnado es el sujeto paciente. Otorgar el poder al alumnado de nuestro fracaso en la educación es como asumir que no sabemos nada de nuestra profesión. Sugiero la lectura de El puma y el cervatillo de Jorge Bucay. No olvidemos que los pumas somos quienes educamos y los cervatillos, los educandos.

Me sorprende, por genérica, la afirmación: «Los niños han podido con ella». ¿Todos los niños? ¿Las niñas también? ¿Las personitas con discapacidad tienen actitudes chulescas? ¿No hay alumnado respetuoso en el aula? ¿Se ha montado un contubernio entre el alumnado para quitar la vocación a la profesora?... ¿Acaso la vocación depende de la dificultad de nuestro tarea?

Para mí, como maestro, los obstáculos siempre fueron estímulos para seguir aprendiendo. Pero respeto a quienes no puedan con la dura tarea de educar. La educación requiere del personal más capacitado y no siempre es así. Alguna responsabilidad política debe haber cuando para ejercer como docente no hay demasiada exigencia.

El texto sigue diciendo: «Las continuas faltas de respeto, el desprecio a nuestro trabajo y tiempo». Pensar que el alumnado es quien da valor a nuestro trabajo es otra afirmación con la que discrepo. Léase el cuento, de Jorge Bucay, El verdadero valor del anillo. Para conocer el valor de las cosas hay que preguntar a los expertos. Si somos alfareros y el barro se nos rompe, ¿es acaso el barro responsable de nuestro desastre? El alumnado no tiene capacidad de valorar el trabajo y el tiempo del profesorado. Si esperamos que nos valore la chiquillada estamos perdidos. No obstante, en un futuro, seremos valorados si lo hicimos bien, no tengamos la menor duda. Toda persona guarda en el recuerdo al maestro o a la maestra que le ayudó a construirse como persona.

Sigo leyendo: «… la seguridad de que nadie les dirá ni les hará nada». Pensar que el comportamiento del alumnado no tendrá consecuencia es maniqueo y falso. Primero, porque en la escuela actual se castiga de mil maneras y en demasía; segundo, porque en la educación formal existen relaciones de poder: con las notas, los exámenes, los suspensos, los puntos negativos, las caritas tristes, las sillas de pensar, el poder de los adultos, que te quedas sin recreo, que te llevo al director, que te abro un expediente, que te expulso tres días y mil cosas más.

Y sigue diciendo el texto de esta maestra desmotivada (nunca tan pocas palabras expresó tanto desvarío): «¿A quién queda por culpar? Si no son los padres son las redes. Si no son las redes, es la sociedad». ¡Pues claro que las redes son responsables de los desvaríos de la infancia, colonizando sus tiernas mentes! ¡Pues claro que la responsabilidad de lo que pasa en la infancia es de esta sociedad y de la cultura imperante! Los adultos somos los pumas de esta historia, y los cervatillos son los niños y las niñas que van a la escuela. Aunque es necesario analizar la selva en que vivimos: todo el sistema económico, social y cultural.

No critico el sentimiento de esta profesora que perdió la vocación. Lo siento. Respeto su emoción. Pero la responsabilidad de lo que pasa en la escuela no puede recaer en el eslabón más débil del sistema. Es preocupante cuando dice: «Me siento más indefensa que los propios niños».

La infancia siempre está indefensa porque con 3, 4… 6 o 11 años, los educandos no tienen capacidad para comprender y analizar las situaciones sociales. Somos los adultos quienes debemos tener capacidad, y mucho más quienes enseñamos que, se supone, somos expertos en la educación de la infancia.  

Educar es una labor muy difícil, requiere de mucha capacidad y experiencia. Al analizar nuestras dificultades en la escuela, debemos tener en cuenta las miles de variables que intervienen, y aceptar que tenemos, al menos, la responsabilidad de no errar con las culpas. Porque, como dijo Albert Camus, «uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen». Y la infancia nunca puede ser responsable de los desvaríos de la escuela y de esta sociedad tan compleja en que vivimos.


11 de abril de 2024

EL BOSQUE: UN CUENTO DE PELÍCULA

EL BOSQUE: UN CUENTO DE PELÍCULA [i]

Acabo de ver la película El bosque (2004) de M. Night Shyamalan, dentro del ciclo «Impedir que el mundo se deshaga», al cuidado de Eduardo Sierra, en el Contenedor Cultural de la Universidad de Málaga. Ha sido un regalo para la vista, el intelecto y el alma. Gracias al Vicerrectorado de cultura de la UMA y a sus organizadores por aportar cultura a esta sociedad tan necesitada.

Una película, a veces, es una invitación a sentir y a pensar. Este es el caso. Comparto algunas reflexiones que me han surgido, sin destripar nada de la historia, porque creo que pueden generar mil debates necesarios sobre el mundo en que habitamos.

El bosque, en el original The village (La aldea) plantea una trama entre dos territorios separados por una frontera siempre explícita: entre el pueblo y el bosque, el dentro y el afuera, lo entrañable y lo extraño, la seguridad y el miedo.

La narración tiene todos los elementos de un cuento: el bosque, el miedo, los guapos protagonistas enamorados, los secretos, el bien y el mal..., y no podía falta algún que otro «y de pronto…». 

Como todo buen cuento, es atemporal. Describe una fábula que es transportable a cualquier época, pues aporta elementos para interpretar tanto conflictos pasados como situaciones del mundo actual. De forma simbólica alumbra elementos presentes en cualquier sociedad: el poder y sus estructuras, los instrumentos de control, la organización social con sus ritos y liturgias, los liderazgos, la gente sumisa y el miedo como inhibidor de cualquier posibilidad de cambio.

En esta historia aparece la escuela como organismo que gestiona la ignorancia y el miedo, creando mitos inventados para mantener el status quo y enseñando verdades culturales como ciencia incuestionable. Y podemos entrever de manera implícita las religiones, con sus liturgias, los ritos, lo sagrado, la fe ciega, los miedos, las promesas, el pecado y lo sagrado.... Pero, sobre todo, esta historia habla sobre el poder: el control sobre los tiempos, el espacio marcado con fronteras, el control de los cuerpos, el conocimiento prohibido, las narraciones inventadas, lo que está bien y lo que está mal y la necesidad de perpetuarse.

Por último, destacar dos elementos simbólicos que aparecen en la película que están vigente en estos tiempos: la memoria, simbolizada en un cofre secreto que nos retrotrae a la reconstrucción de la historia que todo poder ansía; y la frontera, que también en nuestros tiempos nos señala los males que vienen del fuera.

La película tiene un final algo pesimista pero vislumbra una esperanza: contra el miedo, el amor; frente al pasado, las nuevas generaciones. Tengamos esperanza, pues.

Por último, destacar que esta cinta también es pintura, poesía, música, naturaleza, literatura y arte con mayúscula; porque las buenas películas maridan de forma magistral contenido y forma de forma precisa. Muy recomendable.