6 de enero de 2022

EDUCANDO NOS PONEMOS EN JUEGO

Conocí a un maestro que siempre andaba regañando a las niñas más vistosas. Entraba en cólera cuando una chica mona no le hacía caso. Se enfadaba cuando alguna lo desconcentraba. Indagué sobre el tema. ¿Cómo un maestro de infantil podía humillar a una niña, de esa manera? Descubrí que este educador pasaba por dificultades de identidad de género no asumidas. Tenía un problema con las mujeres y otros conflictos que intuyo pero no acabo de entender. El caso es que proyectaba su malestar con algunas de sus alumnas, vaya usted a saber por qué.

Y es que a la escuela hay que venir habiendo elaborado lo que somos y lo que sentimos. No podemos intervenir con el alumnado desde nuestros desequilibrios y frustraciones. Es difícil educar emocionalmente sin asumir nuestras debilidades. Por eso, el profesorado debe estar muy bien formado, tanto intelectual como emocionalmente.

Conocí a una maestra que humilla al alumnado que tenía dificultades de aprendizaje: que si la letra, que si el orden, que si faltas de ortografías, que si los acentos… Especialmente, a los niños. Indagué sobre el tema porque me interesaba investigar las causas por las que una maestra rechazaba a los más desvalidos. Buscaba una explicación para tan horrible comportamiento de una educadora. Y descubrí que ella era gordita de pequeña y en su cole la maltrataban. Y volvió al mismo lugar donde le produjeron ese dolor: la escuela. Y se hizo maestra para intentar solucionar ese trauma y, como no encontró la manera, lo proyectó con los niños que más se parecían ella. Por eso el profesorado debe estar muy bien formado, tanto intelectual como emocionalmente, para no proyectar sus carencias.

Recuerdo, hace años, a una maestra que se llevaba al alumno más travieso al baño, con ella. Decía que no se fiaba de dejarlo en el aula sin vigilancia y necesitaba tenerlo muy cerca para controlarlo. Y sin querer queriendo, lo abrazaba y le decía lo mucho que lo quería. El caso es que existe un limbo indeterminado entre el deseo insatisfecho de la profesora y el amor al alumnado. No quiero acusar de nada a esta maestra porque no hizo nada inmoral, que yo sepa. Tampoco quiero que nos centremos en este caso concreto. Sólo quiero decir que al cole hay que venir equilibrado emocionalmente. A la escuela hay que ir con el trabajo de introspección hecho. Para que no salga, sin querer, todas las heridas que tenemos. De lo contrario, se nos escaparán, sin que nos demos cuenta, todos los males que nos inquietan por dentro.

Para ser educadores debemos trabajarnos emocionalmente, para no echar nuestra inmundicia al alumnado. Porque puede que necesitemos un amor en nuestras vidas y no lo tengamos; o estemos faltos de abrazos o de expresar nuestra ira; o es posible que de pequeño fracasáramos en el colegio... Y entonces, sin querer, demos a las niñas y niños de nuestro cole más achuchones de los debidos o más regañinas de la cuenta.

Es necesario dar los abrazos justos que la infancia necesita y no los que nosotras y nosotros necesitamos. Al cole hay que ir amados para poder dar amor. Ni demasiadas reprimendas ni más abrazos de la cuenta; sólo los que cada niña y niño demanden. Para eso hay que formarse, no solo intelectualmente sino emocionalmente.

Todo esto lo aprendí de mi experiencia. Fueron muchos años analizando lo que me disgustaba de mi actuación en el aula: los enfados desmedidos, los nervios a flor de piel, el no soportar a cierto alumnado, mis prisas y mis agobios... Somos humanos, y en el cole nos mostramos tal como somos en lo más profundo de nuestros ser. Estos desajustes personales pueden servir de acicate para mejorar, pero debemos trabajarlos.

En la formación de futuras maestras y maestros habría que tratar este tipo de cuestiones, buscar espacios para interrogarnos, para elaborar nuestras frustraciones. Es muy importante instruir al futuro profesorado para que eduque desde el equilibrio emocional. Y para ello, lo primero es mirarnos por dentro y elaborar nuestros desajustes emocionales, para no proyectarlos a los demás. Debemos ser personas equilibradas emocionalmente para educar de forma adecuada. Porque, cuando enseñamos, siempre nos ponemos en juego. Porque ya se sabe que educamos más con lo que somos que con lo que sabemos.

 

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