Una
persona que se ve diferente frente una sociedad normalizada sufre, lo vemos a
menudo en la escuela, y despliega un sinfín de comportamientos inadecuados que
las administraciones educativas cosifican y diagnostican de forma rígida. Sin
embargo, un conjunto de síntomas no es una enfermedad biológica sino que, a
veces, es una interpelación. Es necesario analizar los comportamientos de la
infancia con una visión lúcida. Necesitamos amplitud de miras para comprender
la construcción de la subjetividad en cada persona.
Recuerdo
a un alumno de cuarto de primaria que llegó a nuestro colegio con un
diagnóstico contundente, supuestamente con base biológica, y necesitado de
medicación. Venía de un colegio concertado, diagnosticado, medicado; y con una
autoestima por los suelos, lógicamente provocado. En cambio, yo sólo vi a un chico
con una demanda desesperada de amor: inquieto, nervioso, asustado, receloso,
lógicamente desatento…, aunque también deseante, algo que siempre salva de la
locura. Cuando le mostré confianza, me mostró todo lo que le soliviantaba y se
relajó. Tenía inquietudes familiares y un sinfín de sufrimientos. La escuela de
donde venía no supo interpretar sus síntomas y le etiquetó con un diagnóstico
paralizante, provocándole más conductas inapropiadas, enredando su desasosiego
y pronosticándole un síndrome de moda en estos tiempos.
Toda
persona quiere ser alguien, alguien reconocido, mirado, escuchado y querido, y
despliega un sinfín de comportamientos para ser aceptado como persona. A veces,
percibimos los comportamientos de la infancia de forma simplista, como una llamada de atención. ¡Por supuesto
que nos interpela! Toda persona necesita ser querida y considerada. Pero su
demanda no es sólo una conducta inapropiada, a veces, es un grito de
desesperación.
La
infancia siempre busca un vínculo donde aferrarse para construirse. Y ese
sostén, que soporta, sostiene y soluciona, somos las familias, las amistades y
el profesorado. No hay otra alternativa. Estamos ahí, intentando educar, pero
siempre nos topamos con los procesos de desarrollo personal que se están
produciendo, y no podemos ni debemos eludirlos.
Si
nos fijamos sólo en los síntomas veremos enfermedad, entonces la solución es
evidente: medicar, derivar, curar…, intentar eliminar todo atisbo de disrupción,
inadaptación y desorden, deseando que el sujeto sane a toda costa. Es un
pensamiento acorde con la lógica biológica, que elude toda circunstancia familiar,
contextual, histórica, social, coyuntural o del lógico desarrollo.
Ante
síntomas disruptivos existen dos opciones contrapuestas: diagnosticamos en
función de la conducta, desatendiendo qué le pasa y siente esa persona, y
etiquetamos y medicamos, o buscamos una interpretación de su comportamiento
indagando en su historia personal y actuamos en consecuencia en todo el
contexto en el que vive y sufre. Pues, antes de actuar, es necesario un
diagnóstico adecuado atendiendo la subjetividad del sujeto.
Escuché
una vez decir, a la prestigiosa psicoanalista argentina Beatriz Janín, que un
diagnóstico no puede resumirse en unas palabras, debe tener al menos tres
folios. Pues las etiquetas cosifican, estereotipan y despersonalizan, y para comprender
qué le pasa a una persona debemos narrar toda una historia.
Un
desajuste educativo es una oportunidad para aprender qué le pasa a la infancia,
y una posibilidad para comprender qué nos pasa a quienes educamos. La demanda
se genera en una familia, en una cultura, en una sociedad… Por lo que es una
oportunidad para evaluar el contexto: familiar, educativo, cultural y social.
La
función educativa consiste, además de las tareas docentes, en ser receptivo a
la demanda de quienes se están construyendo como personas. Los síntomas, a
menudo, son llamadas de auxilio que debemos soportar, comprender y dar
respuesta. Si cosificamos las conductas con etiquetas no daremos solución a las
desesperadas demandas. Si calificamos de vagos, hiperactivos o apáticos a un
chico hemos puesto un tapón en la llamada de auxilio. Si etiquetamos como
pasiva, torpe o espabilada, a una chica, encubriremos la causa de su sufrimiento.
Los
docentes debemos descifrar el mensaje que nos muestra el alumnado. Para ello es
imprescindible conectar con su sufrir: investigar, interpretar, empatizar,
comprender…, todo menos permitir que nos afecten los retos identitarios como una
amenaza personal. Para ello, quienes educamos, debemos estar suficientemente
sanos en lo emocional. Solo así comprenderemos qué le pasa a nuestro alumnado,
sólo así podremos ayudarles.
Porque,
a veces, el desvarío lo tenemos quienes intentamos educar: las instituciones
educativas homogeneizadoras, los poderes públicos insensibles, las familias
súper ocupadas… Y proyectamos, en seres que aún se están construyendo, todos los
desajustes del sistema.
Es
necesario indagar en las conductas y síntomas de nuestro alumnado, pero también
en las variables organizativas de los centros educativos, en nuestro estado de
ánimo, en las circunstancias familiares y las realidades sociales en las que vivimos.
Así sabremos qué le pasa a la infancia y, de camino, cómo mejorar los desvaríos
del sistema educativo.
3 comentarios:
Explicar lo que tú explicas también nos interpela. Estamos todos metidos en el invento y no valen respuestas simplistas o cortas
Te agradezco tus reflexiones.
Una vez un niño me dijo “yo no estoy para letras”. Y tenía razón, su madre estaba en depresión severa, su padre intentaba disimular…Cómo iba él a ocuparse en las letras si sus personas más queridas estaban sufriendo.
Hay que ampliar la escucha y la mirada.
Gracias!!
Gracias, Mari Carmen, por tu visión, siempre lúcida.
Ojalá esté acertado acercamiento al sufrimiento de los niños estuviera más tenido en cuenta...a veces pienso que se nos empuja a ser como garantes de un orden público con los niños que a su manera hablan y nos piden que los escuchemos.
Pero no debemos abdicar de decirlo
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