Me ha soliviantado la declaración de una maestra, en Cartas a la Directora del periódico El país (22/4/2024), titulada Soy maestra y ya no tengo vocación.
El texto, después de un
preámbulo, dice así:
«Soy maestra y ya no tengo vocación. Los niños han podido con
ella. Las continuas faltas de respeto, el desprecio a nuestro trabajo y tiempo,
las chulerías, la seguridad de que nadie les dirá ni les hará nada. ¿A quién
queda por culpar? Si no son los padres son las redes. Si no son las redes, es
la sociedad. Me siento más indefensa que los propios niños».
Tan contundente misiva,
que se ha viralizado en las redes, merece un mínimo análisis y alguna
respuesta, para poner negro sobre blanco, en una cuestión educativa de enorme
importancia.
Con este discurso
recurrente se está generando una imagen distorsionada de la infancia que habría
que matizar, para repartir responsabilidades por toda la sociedad. Aunque emplea
67 palabras en esta declaración, desliza un discurso implícito muy extenso,
aunque algo manido, maniqueo y pretencioso, que daña, sobre manera, a las niñas
y niños que van a la escuela.
En primer lugar, nada que
decir sobre la queja de esta maestra que ya no tiene vocación. Lo siento mucho,
de verdad. Vivimos en un mundo complejo y voraz en el que la educación es una
de sus víctimas, y el profesorado lo sufres sobremanera. Es lícita la queja si
es lo que siente.
Pero me apena que cargue
la responsabilidad de la pérdida de la vocación en el alumnado: «Los niños ha podido con ella». ¿De verdad los niños son responsables
de la pérdida de vocación del profesorado? Se supone que los expertos somos los
adultos, la ciencia pedagógica, las universidades, el profesorado… Creo que el
alumnado es el sujeto paciente. Otorgar el poder al alumnado de nuestro fracaso
en la educación es como asumir que no sabemos nada de nuestra profesión.
Sugiero la lectura de El puma y el
cervatillo de Jorge Bucay. No olvidemos que los pumas somos quienes educamos y los cervatillos, los educandos.
Me sorprende, por
genérica, la afirmación: «Los niños han
podido con ella». ¿Todos los niños? ¿Las niñas también? ¿Las personitas con
discapacidad tienen actitudes chulescas? ¿No hay alumnado respetuoso en el
aula? ¿Se ha montado un contubernio entre el alumnado para quitar la vocación a
la profesora?... ¿Acaso la vocación depende de la dificultad de nuestro tarea?
Para mí, como maestro, los
obstáculos siempre fueron estímulos para seguir aprendiendo. Pero respeto a
quienes no puedan con la dura tarea de educar. La educación requiere del
personal más capacitado y no siempre es así. Alguna responsabilidad política
debe haber cuando para ejercer como docente no hay demasiada exigencia.
El texto sigue diciendo: «Las continuas faltas de respeto, el
desprecio a nuestro trabajo y tiempo». Pensar que el alumnado es quien da
valor a nuestro trabajo es otra afirmación con la que discrepo. Léase el
cuento, de Jorge Bucay, El verdadero
valor del anillo. Para conocer el valor de las cosas hay que preguntar a
los expertos. Si somos alfareros y el barro se nos rompe, ¿es acaso el barro
responsable de nuestro desastre? El alumnado no tiene capacidad de valorar el
trabajo y el tiempo del profesorado. Si esperamos que nos valore la chiquillada
estamos perdidos. No obstante, en un futuro, seremos valorados si lo hicimos
bien, no tengamos la menor duda. Toda persona guarda en el recuerdo al maestro
o a la maestra que le ayudó a construirse como persona.
Sigo leyendo: «… la seguridad de que nadie les dirá ni les
hará nada». Pensar que el comportamiento del alumnado no tendrá
consecuencia es maniqueo y falso. Primero, porque en la escuela actual se
castiga de mil maneras y en demasía; segundo, porque en la educación formal
existen relaciones de poder: con las notas, los exámenes, los suspensos, los
puntos negativos, las caritas tristes, las sillas de pensar, el poder de los
adultos, que te quedas sin recreo, que te llevo al director, que te abro un expediente, que te expulso tres días y mil cosas
más.
Y sigue diciendo el texto
de esta maestra desmotivada (nunca tan pocas palabras expresó tanto desvarío): «¿A quién queda por culpar? Si no son los
padres son las redes. Si no son las redes, es la sociedad». ¡Pues claro que
las redes son responsables de los desvaríos de la infancia, colonizando sus
tiernas mentes! ¡Pues claro que la responsabilidad de lo que pasa en la
infancia es de esta sociedad y de la cultura imperante! Los adultos somos los pumas de esta historia, y los cervatillos son los niños y las
niñas que van a la escuela. Aunque es necesario analizar la selva en que
vivimos: todo el sistema económico, social y cultural.
No critico el sentimiento
de esta profesora que perdió la vocación. Lo siento. Respeto su emoción. Pero
la responsabilidad de lo que pasa en la escuela no puede recaer en el eslabón
más débil del sistema. Es preocupante cuando dice: «Me siento más indefensa que los propios niños».
La infancia siempre está
indefensa porque con 3, 4… 6 o 11 años, los educandos no tienen capacidad para
comprender y analizar las situaciones sociales. Somos los adultos quienes debemos
tener capacidad, y mucho más quienes enseñamos que, se supone, somos expertos
en la educación de la infancia.
Educar es una labor muy
difícil, requiere de mucha capacidad y experiencia. Al analizar nuestras
dificultades en la escuela, debemos tener en cuenta las miles de variables que
intervienen, y aceptar que tenemos, al menos, la responsabilidad de no errar
con las culpas. Porque, como dijo Albert Camus, «uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al
servicio de quienes la padecen». Y la infancia nunca puede ser responsable
de los desvaríos de la escuela y de esta sociedad tan compleja en que vivimos.
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