Me cuenta una amiga enfermera, que trabaja en un hospital
infantil, que los llantos habituales, que antes eran la banda sonora de su
trabajo, han desaparecido. Resulta que las niñas y niños enfermos, que
mostraban su dolor mediante el llanto, ahora están anestesiados con las pantallas
y ya no gritan. Las madres que antes calmaban, con caricias, ronroneos, miradas,
canciones y mecidas sus demandas, ahora, utilizan el móvil para consolarlos. Es
el chupete digital, y funciona. Lo que no sabemos son las secuelas. Eso lo
veremos en el futuro. Aunque ya lo estamos viendo en los centros educativos, porque,
cada vez más, nos llega a la escuela, chiquillada sin lenguaje, ensimismada,
sin atención apenas, poco sociable y con inquietudes desbordantes. Y comenzamos
a diagnosticar con las etiquetas de moda, sin tener en cuenta las causas que provocan
tales desvaríos.
Recordemos que un bebé se hace humano cuando un ser querido
interviene en su dolor; cuando otra persona responde con un acto de amor la
demanda de su vástago. Pero resulta que, ahora, quien aplaca el desasosiego es
una máquina infernal, con sus vídeos deslumbrantes, sus sonidos embaucadores y
sus movimientos hipnóticos. Muchos dirán: pero funciona. En estos tiempos,
suele ocurrir que la razón de la eficacia se impone sobre la conveniencia de lo
humano. La solución a nuestro dolor no puede ser tan simple e inmediata, a
corto plazo, sin tener en cuenta sus consecuencias. La cuestión está en los efectos
que esta suplantación de las pantallas sobre lo humano pueda producir en el
desarrollo de la infancia y su vida futura.
Resulta que las endorfinas de nuestro cerebro se derraman
cuando conectamos con un sinfín de emociones producidas por este pequeño aparato
endiablado. Y es entonces cuando la pantalla ya es parte de nuestro cerebro y
nos domina.
Y llegamos a la escuela infantil y las clases son presidida
por una gran pantalla a modo de crucifijo de otros tiempos: un nuevo dios. Y
dictan las canciones y los cuentos, entretienen en el desayuno y apaciguan las
emociones inquietas. Todo lo que hacía un ser humano ahora lo hace una gran
pantalla.
Pero debemos recordar que somos humanos cuando alguien nos
mira, nos escucha, nos narra, nos consuela, nos interpela… Cuando alguien nos
ayuda a digerir nuestro deseo insatisfecho y nuestro dolor. Así que no sabemos lo
que nos deparará el futuro, que ya es presente, con el mal uso de las
pantallas.
Todo empezó con la televisión, ese artefacto que convocaba a
toda la familia a compartir un idilio placentero. Tuvo críticas en su tiempo,
pero fue digerido gustosamente porque unió a todo un país ante el primer espejo
que reflejaba, en esos tiempos en blanco y negro y mediocridad manifiesta, lo
que no éramos pero ansiábamos ser.
El problema comenzó con las siguientes pantallas. Primero
vinieron esos ordenadores gruesos, con sus grandes columnas ruidosas, que
presidían, como en un altar, nuestros escritorios. Luego fueron adelgazando y
aumentando su capacidad de almacenamiento y de seducción. Y vinieron los
portátiles, las tablets y, por
último, los móviles de última generación. Hoy día, la adolescencia tiene en el
bolsillo un artilugio que concentra treinta años de desarrollo tecnológico y la
mayor fábrica de narcicismo y de sueños que nunca existió. El teléfono móvil ha
pasado de ser un instrumento de comunicación personal a un ente que mediatiza
nuestras vidas.
Se ha producido un cambio de paradigma: los ordenadores ya no
están fuera sino dentro de nuestro cerebro. Y están sustituyendo a las familias
en su labor de sostén, amor y consuelo, y al profesorado en su la tarea de
educar, convirtiéndose en objetos de
apego. ¿Qué diría hoy día Winnicott[i],
el teórico de los objetos transicionales?
Hemos subvertido las relaciones humanas; ya no tenemos objetos amorosos que nos
acompañen en nuestro existir, sino máquinas que hemos integrado como parte de
nuestra subjetividad.
Es necesario que los poderes públicos, los centros educativos,
las familias y los especialistas en educación tengan amplitud de miras, y
diagnostiquen a las pantallas como responsables de tantas dificultades en el
alumnado. Porque la responsabilidad de los desvaríos no está en la infancia, el
eslabón más débil de la cadena, sino en las más altas instancias del poder y la
tecnología.
2 comentarios:
Me impresiona que los niños apenas lloren en el hospital. Igual me dice Jose Enrique, mi peluquero. Que ahora no hay que frenar a los niños para que no toqueteen todo lo que hay en la peluquería. Están tocando el móvil. Están “idos”, absortos, abducidos, dominados.
Y también me impresiona lo que dices de que la gran pantalla digital presida las clases como antes lo hacía el crucifijo.
¿Adónde van los niños prendidos en el móvil? ¿Cómo van a poder prescindir de él si se ha hecho carne con ellos?
Gracias por asustarme.
Gracias Mari Carmen. Ya sabes que es susto necesario en la actualidad.
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